miércoles, 3 de agosto de 2016

De piedra

Ayer leí que se había ampliado la zona excavada de la ciudad castreño-romana de Armea, en Allariz, que visité no hace mucho cuando estaba en una fase anterior. Probablemente vaya pronto a recorrerla de nuevo, porque la sensación de pisar calles de hace milenios con sus piedras originales es algo que me pone los pelos de punta. El paisaje modificado por el hombre, así sea con una simple piedra para cruzar un arroyo, siempre me ha emocionado, y si esa modificación tiene cientos o miles de años, todavía más.
La arqueología de salón es una de mis pasiones. Quizá sea porque tengo el recuerdo infantil de verla muy de cerca, asomándome tímidamente a las excavaciones que se realizaban cada año en el yacimiento de O Carreiro, en San Vicente de O Grove.
En aquellos tiempos pasábamos el verano en una de las casas que habían sido fábricas o almacenes de salazón remozadas para vivienda, propiedad de una tía de mi madre. Era aquel lugar (la casa y sus alrededores) nuestro paraíso particular, valga el tópico. Mis padres trabajaban, por lo que iban y venían desde San Martiño --núcleo urbano de O Grove-- a San Vicente y nosotros (mis hermanos, una prima y yo) nos quedábamos al cuidado de la tía-abuela, a la que no debíamos llamar bajo ningún concepto tía-abuela, por supuesto.
La tía nos dejaba bajar a la playa "a mojarnos hasta las rodillas", pero nos escaqueábamos hasta la zona donde se situaba la rulot (ya casi no se ven rulots, ahora todos son "coche-casa") del doctor Carro, autoridad suprema del yacimiento de Adro Vello. Por aquel entonces yo sabía que el doctor Carro venía de la Universidad de Santiago, y pensaba que era arqueólogo, como Indiana Jones, aunque años después supe que es médico antropólogo, algo así como Bones, la de la serie, pero en señor calvo y bajito.
A veces  lo veía agachado sobre una tumba, cepillando restos óseos con un pincel, o bien clasificando hallazgos sobre una mesa de cámping cubierta con una tela, pero lo cierto es que el trabajo de excavación lo hacían los becarios...y nosotros. Nos dejaban una zona en la que no molestásemos mucho y una paletita y hala, a excavar "con mucho cuidadito". Huelga decir que lo único que aparecía en nuestra zona eran piedras o, si acaso, algún trocito de cerámica sin valor, pero nos hacía la misma ilusión que si hubiésemos topado con el Santo Grial.
El que pasaba más tiempo con los arqueólogos era mi hermano y siempre llegaba a la hora justa de comer, contando lo que habían encontrado ese día. Recuerdo perfectamente cuándo apareció la moneda en la que se distingue la "Traslatio" de los restos del Apóstol Santiago en la famosa barca de piedra. Nos pareció de lo más emocionante y aunque no nos dejaron tocarla, por supuesto, sí pudimos intuir que aquella cosa deforme y mal acuñada era algo importante, por la actitud de los arqueólogos (becarios, como he dicho, de Historia o Medicina), y por los comentarios de mi padre, que nos contó por enésima vez la historia del milagroso viaje del Apóstol.
Según iban apareciendo restos, nos íbamos enterando de que allí había habido, antes de una iglesia (la famosa iglesia que se trasladó a la ubicación actual por miedo a los piratas), un templo pagano dedicado a una deidad marina, una villa romana, unas cubas de salazón de aspecto fenicio, una muralla defensiva y tumbas, muchas tumbas, cuyos esqueletos se habían conservado gracias a la arena. Aprendí la palabra "necrópolis" y aprendí también que había otra necrópolis en A Lanzada, cerca de la ermita, aunque aquella estaba ya tapada.
Los restos de la excavación del Carreiro se fueron consolidando, pero también se fueron abandonando. Supongo que ya no daban más de sí, o se acabó el dinero, cualquiera de las dos situaciones lo explica. Siempre se comentaba por lo bajini que "a saber lo que habrían encontrado al hacer la carretera", porque la zona de interés era sin duda más amplia que la estudiada. También se decía (en casa, a la mesa sobre todo), que el Castriño (una punta cercanísima) también debería ser excavado, ya que se distinguen a simple vista algunas estructuras castreñas.
No sé si este habrá sido expoliado, pero sí recuerdo el revuelo que se montó cuando se descubrió una red de tráfico de antigüedades romanas y piezas de cierto valor arqueológico que incluía a un individuo de mi pueblo que había saqueado --hasta entonces impunemente-- el castro de Cantodorxo, en la punta del mismo nombre.
He de reconocer (yo era casi una cría), que me pareció un argumento emocionante, como de peli de ladrones de tumbas egipcias, y me imaginaba al señor (otro bajito y calvo, vaya por Dios, ningún parecido con Harrison Ford tampoco) yendo con la linterna en la boca, y trabajando cuidadosamente con las paletitas y los pinceles para no dañar las piezas. Casi me daban ganas de hacer lo mismo, si no fuese porque soy, aparte de una cobarde integral, una respetuosísima amante de las normas de protección del patrimonio. Me conformaré con visitar yacimientos --esos petroglifos de Campo Lameiro, ese dólmen de Dombate, con su energía a flor de piedra, donde casi lloro-- los museos provinciales y/o arqueológicos y soñar un poco, como cuando, de niña, decía que quería ser no princesa ni bailarina, sino  "arqueóloga o pintora".