viernes, 9 de diciembre de 2016

Estar de dulce

Con lo deliciosos que son los higos frescos, carnosos y dulces (con su cristalina gotita de miel, como decía Juan Ramón Jiménez), ¿por qué será que no me gustan nada los higos pasos? Ni las uvas pasas, ni los secos orejones de albaricoque, ni las aburridas y medicinales ciruelas pasas. Mi paladar admite el azúcar en saturación en el dulce de leche, en las natas montadas y en los chocolates más grasientos, pero no se lleva bien con esas inocentes fructosas rodeadas de fibra, por muy bien que sienten según para qué.
Otra cosa son las mermeladas. Se conoce la necesidad antigua de conservar la fruta para el invierno y se sabe que el azúcar es un conservante excelente, como nos cuentan en el museo --museo, sí, ¿de qué no habrá museo todavía?-- de la confitura de Torrent, Girona. La distinción entre confitura y mermelada está aquí bien explicadita, así que me la ahorro, pero de las otras conservas dulces no sé ya tanto: algo he oído sobre las uvas secadas en la propia parra, sobre los higos puestos al sol en los tejados o sobre los jarabes de pétalo de rosa que se usan para elaborar las delicias turcas.  Sobre esto último vi un ¿delicioso? reportaje que me recordó lejanamente  la obsesiva destilación de la belleza incorpórea que Jean-Baptiste Grenouille llevaba a cabo en El perfume.
El almíbar es otro de los modos de conserva, en este caso de fruta cocida, que más popularidad tiene. ¿En qué casa de señora que se precie no se ha salido del paso con unos melocotones en almíbar como postre improvisado? Por viejuno que suene, como dice El comidista, se sigue vendiendo en los supermercados, si no para tomárselos solos --¿con tenedor y cuchillo o con cuchara?, gran dilema-- sí para relleno goloso de tartas de cumpleaños caseras, complemento de helados de vainilla o para cocinar esa inverosímil pero no por ello imaginaria receta de lomo con melocotón.
En almíbar se cuecen también las castañas para convertirlas en una cosa francesa y finísima llamada marrón glacé, (aunque se preparen en el mismo Ourense, como las de Cuevas) y las naranjas, melocotones o peras para que se vuelvan tan aragonesas como la Virgen del Pilar con ayuda del chocolate.
Y llegamos (probablemente dejándonos por el camino algún que otro dulcísimo fruto de la tierra) a los que nos zamparemos sin ganas mientras vemos el programa de Fin de Año de la cadena elegida (cualquiera o ninguna vale). La combinación original era de almendra y miel, con algo de clara de huevo para amalgamar, pero la miel es producto caro, así que los turrones de hoy llevan más azúcares que manjares de abeja reina.
Dejo a las wikipedias y a ustedes las discusiones sobre orígenes, recetas y virtudes de Jijona y Alicante. Almendra y dulce combinan a la perfección, según yo lo saboreo cada año, también en los almendrados de Allariz que hasta Cunqueiro se atrevió a poner en papel.
Y por último el mazapán, de origen árabe según dicen, que bordan en Toledo, concretamente en Sonseca, aunque a mí me sepan bien hasta los más cutres de la caja llena de bolsitas individuales (papel, plástico...odio los envases, otro día iremos a ello) de la marca blanca del súper.
Así que estas Navidades, como siempre, quedarán para otros los higos pasos y yo cederé, como siempre también, a la tentación del dulce, por más que, en general, prefiera en mi vida la sal, en todas las acepciones de la palabra.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Sabiduría popular

Foto de El País
Ya se hizo la vendimia, ya pasó la matanza, ya se celebraron los magostos, los escaparates de las tiendas de decoración empiezan a vender los adornos que pondrán los demás establecimientos para recordarnos que ya no falta mucho para la Navidad, en el súper ya hay turrón...
Pues no me da la gana de adelantarme tanto. Al menos hasta que empieze diciembre ni se me ocurrirá comprar mazapán, ni ponerme a buscar adornos, ni a pensar en regalos. Me niego. Prefiero pensar en el frío seco y agradable que nos obliga a encender la bendita estufa, en las noches de luna llena y en el rocío casi helado que no llega a ser escarcha de las mañanas de invierno, ya, por fin. 
Foto Galipedia
Ese rocío frío --que como digo aquí no llega casi nunca a ser escarcha-- es el favorito de las verduras para alimentarse y crecer con vigor. Se ve que de toda la vida han sido estas mañanas las elegidas por las señoras (esa sabia institución sin jerarcas, ni falta que le hacen) para ir a buscar la mejor verdura para el caldo. 
Veo por la ventana pasar a mi vecina, seguida de su perrito casi ciego, armada de cuchillo viejo, recogiéndola hoja a hoja, cuidando de dejar el tallo leñoso, que se superpondrá capa a capa para formar un tronco de palmera en miniatura.
Por si tenéis dudas acerca de su aspecto, son esas de hoja ancha y verde grisáceo que se plantan principalmente para dar alimento fresco a las gallinas y al cerdo de casa, las que veis en la imagen. El cerdo y las gallinas las comen con fruición, pero también las amas, que no se privan de echárselas picaditas al caldo o de hacer un cocido que no solamente lleve grelos. 
Es esta una verdura humilde, empezando por su simple nombre: en algunos sitios "berza" (en gallego "verza", conservando en la "v" su verde origen), pero en general sin identificación especial. Como mucho se le llama aquí "verdura da estrema" si es que se deja crecer en los límites de las huertas para indicar (nuestro minifundio, tan difundido) dónde termina un predio y empieza el siguiente. 
Pues resulta que ahora esa verdura tiene un nombre modernísimo, "kale", y es un "superalimento". ¡La leche!, digo, ¡la verdura!  A pesar de todas las reticencias al respecto (dejo este artículo para desmitificar un poco), no deja de ser interesante, en sentido general y en el restringido que usan los nutricionistas. Estos confirman lo que mi vecina lleva años diciéndome: "esta verdura me da la vida". La verdura y el trajín, no seamos ingenuos, pero ahí está, a los ochenta y pico y derecha como una vara. ¡Lo que no sepan mis señoriñas!


viernes, 21 de octubre de 2016

El señor de las moscas

Cuando éramos adolescentes y discutíamos sobre dónde quedar, siempre había un gracioso que comentaba: "podemos vernos en el segundo piso del Moscón". La gracia viene dada porque "O Moscón" no es más que una casetita, que se ha ido mejorando con los años y la moda de las terrazas, pero no tiene espacio más que para dos parroquianos y el camarero, bien apretados.
Desde que el relleno de la zona portuaria cambió la fisonomía del barrio, "O Moscón" ya no está pegado al mar, sino un poco más adentro, pero sigue estando donde tiene que estar.
Esta taberna nació en  1955 como iniciativa de beneficencia. Es una concesión que se hizo para facilitar trabajo a una familia y al mismo tiempo ofrecer a los marineros un desayuno caliente y económico con el que empezar la jornada. Según los documentos de la época, tenían la obligación de abrir de madrugada, a la hora en que llegaban los barcos, tanto de O Grove como los de otros puertos que venían a vender a nuestra lonja. En "O Moscón" les servían el café y el "chanqueiro", esa medida de licor que en las Rías Baixas llamamos por hipercorrección "changueiro", como en la copla popular "o mariñeiriño cando vai pr'o mar, sen o seu *changueiro non pode pasar".
Hoy en día la cosa es bien distinta: se toma el sol en su terraza, se come empanada y se degustan tapas sin ningún problema. De hecho a veces sí que hay un problema: encontrar sitio.Los parroquianos ya tienen sus sillas reservadas, --algunos parecen atornillados a ellas-- así que es necesario esperar un descuido y asaltarlas. Si no, siempre queda el recurso de tomarse algo de pie, como probablemente hacían los primeros usuarios, aquellos marineros que madrugaban, y como hicieron muchos paseantes durante la Festa do Marisco. Entre otras cosas porque, como en una aldea gala, rodeada de Mahou por todas partes, "O Moscón" era el único local del recinto en el que se podía tomar una Estrella Galicia.

jueves, 6 de octubre de 2016

Mariscada sideral

Tengo una agenda escolar, porque mi vida se mueve más por cursos que por años, pero voy a tener que cambiar el inicio del curso de septiembre a mediados de octubre. En mi pueblo NADA sucede hasta que no se termina la Festa do Marisco. Si quieres quedar con amigos ya sabes que hasta que no se haya terminado la feria gastronómica no ha lugar. Si vas a organizar una actividad formativa o lúdica, mejor será que esperes a que se termine la fiesta, porque si no no tendrás público. Quien no trabaja en algo relacionado con la hostelería o el turismo suspende igualmente su ánimo hasta que el torbellino fiestero haya pasado, cual es mi caso. Tomo aliento el día 6 y hasta el 16 no lo puedo soltar a gusto.
El pueblo se va transformando poco a poco en una sucursal del verano. Da igual que el tiempo no acompañe (este año sí, por cierto): el aparcamiento del puerto se llena de autobuses, los hoteles confiesan que tienen los fines de semana llenos, los barcos turísticos cargan pasajeros temerosos y descargan hordas animadas por los mejillones y el vino blanco,  los restaurantes anuncian sus mariscadas de mayor o menor valor y mayor o menor calidad y las "colareiras" venden su mercancía artesana compitiendo con los subsaharianos que ofrecen gafas de sol y perfumes baratos.
En las carpas de la fiesta se escuchan gaitas y griterío, y se ven colas (rápidas) para pagar los tiquets y colas (un poquito más lentas) para  recoger los platos encargados. Huele a navajas a la plancha, a arroz de mariscos, a pulpo "á feira", a mejillones al vapor...
Me gusta mucho acercarme a la carpa de los pinchos especiales. Varios locales proponen sus platos de marisco con distintas presentaciones: hamburguesa de pulpo, sushi a la gallega y otras combinaciones exóticas y atractivas, no nos falta de nada.
La cafetería de la fiesta también es un punto de atracción: hay actuaciones musicales en sesión vermú (y no, no regalan el vermú) y por las noches, después de los conciertos, y tiene mucho éxito también porque es de los pocos sitios, junto con el mítico "El moscón"(este lugar merece un post para él solo: lo escribiré), en los que puedes sentarte dentro del recinto ferial.
Por supuesto los bares, restaurantes y terrazas del puerto y de orillamar están a tope, vendiendo mayormente marisco, aunque haya quien venga y busque dónde comer  churrasco, como me preguntaron el año pasado.

No voy a decir nada sobre el marisco de las marisquerías grovenses, pero ya he oído muchas versiones (comido menos; el marisco aquí se suele comer en casa) y nunca sé muy bien cuál creerme, pero por lo general la gente sale contenta. Lo que sí he vivido ha sido una reunión, hace años, en la que unos ¿ingenuos? asesores turísticos proponían la creación de una marca propia para las Mariscadas do Grove.  Resultaría difícil poner de acuerdo a los restauradores para decidir qué llevaría: cantidades, calidades y sobre todo origen, el controvertido origen del "marisco de la ría", pero cosas más difíciles se han conseguido. Nunca pensé que verían mis ojos reinar a Felipe VI, a las mariscadoras constituídas en cooperativa, a los vendedores ambulantes de A Toxa establecidos en el centro comercial "O redondo" y al Anduriña y al Deportivo Grove convertidos en un solo equipo de fútbol, así que no pierdo la esperanza.
Mientras tanto, podéis venir a comer marisco a nuestro paraíso, aunque la "centola" tendrá que esperar a noviembre. No es mala fecha.

martes, 13 de septiembre de 2016

En descampado

Paisaje, Isaak Van Ruisdeel
Hay paisajes que no se pueden pintar, porque inmediatamente se convertirían en un cuadro hortera, y se ve que no soy la única que lo piensa. 
En el primer relato corto de Joseph Conrad, "Los idiotas", el narrador describe el paisaje como "retazos rectangulares de vívidos verdes y amarillos, semejantes a los brochazos desmañados de un cuadro naïf".  Lo leí justo a la vuelta de un viaje de Castilla a Galicia; me estaba esperando en la mesilla un tocho tremebundo de su obra breve completa, y enseguida encontré el parrafito, breve también, y crudo. Me llamó la atención porque en algún tramo de carretera castellana, con sus tesos tostados y sus girasoles caídos, he pensado algo similar. También lo he pensado más de una vez en Galicia, donde el minifundio crea bellísimos tapices de retazos, bordados con las piedras de los muros: demasiado bonitos para ser pintados con detalle.
Las espigadoras, Banksy
Hoy en día ya casi nadie pinta paisajes bonitos de corte realista. Quedó muy atrás Turner y más atrás  aún quedaron  los paisajistas barrocos holandeses, que pintaban básicamente cielos enormes --siempre me han gustado esos cuadros en los que apenas se distinguen sombras y el protagonismo se lo llevan las nubes--. Solo pintan ya esos paisajes bonitos, con cascadas, flores y palmeras, los pintores naïf de estilo tropical o las señoras que se ufanan en clase de pintura para adultos. 
¿Y por qué, si nos encanta verlos en la realidad, no queremos tenerlos en pintura?
Pues no sé lo que os pasa a los demás, si es que os pasa: a mí me pasa que me supera la armonía absoluta. Cuando veo algo tan sumamente perfecto que solo podría convertirse en una foto (o un cuadro, un poema,  un relato, o una canción...) de belleza total, me revuelvo y me vuelvo hacia la ruina, lo roto o lo quemado; en resumidas cuentas, lo vivido. A veces me siento un poco Delta viviendo en mi mundo feliz, visitando el campo para tratar de alcanzar la belleza, pero necesitada de una dosis de urbe para poder llegar a disfrutarla. 
En una zona como esta en la que vivo, en la que no se sabe si sales de un pueblo para entrar en otro más que por los establecimientos bautizados a la moda de antaño con el nombre de la villa (y en algunos por esos postes que nos dicen "Bienvenido" y "Esperamos verlo de nuevo"), resulta difícil concebir la idea de "aquí empieza el campo" ,"aquí termina la ciudad". Por ahí abajo, en cambio, las ciudades llegan  justo hasta el límite en el que se tiran (o tiraban) las neveras viejas y las maletas con cadáveres: ¡son los descampados!, ¡ni campo ni ciudad! Ahí me quedo por hoy, tomándome un respiro.
Descampado,  (fotograma de la película Ori, Miguel Ángel Jiménez)


miércoles, 3 de agosto de 2016

De piedra

Ayer leí que se había ampliado la zona excavada de la ciudad castreño-romana de Armea, en Allariz, que visité no hace mucho cuando estaba en una fase anterior. Probablemente vaya pronto a recorrerla de nuevo, porque la sensación de pisar calles de hace milenios con sus piedras originales es algo que me pone los pelos de punta. El paisaje modificado por el hombre, así sea con una simple piedra para cruzar un arroyo, siempre me ha emocionado, y si esa modificación tiene cientos o miles de años, todavía más.
La arqueología de salón es una de mis pasiones. Quizá sea porque tengo el recuerdo infantil de verla muy de cerca, asomándome tímidamente a las excavaciones que se realizaban cada año en el yacimiento de O Carreiro, en San Vicente de O Grove.
En aquellos tiempos pasábamos el verano en una de las casas que habían sido fábricas o almacenes de salazón remozadas para vivienda, propiedad de una tía de mi madre. Era aquel lugar (la casa y sus alrededores) nuestro paraíso particular, valga el tópico. Mis padres trabajaban, por lo que iban y venían desde San Martiño --núcleo urbano de O Grove-- a San Vicente y nosotros (mis hermanos, una prima y yo) nos quedábamos al cuidado de la tía-abuela, a la que no debíamos llamar bajo ningún concepto tía-abuela, por supuesto.
La tía nos dejaba bajar a la playa "a mojarnos hasta las rodillas", pero nos escaqueábamos hasta la zona donde se situaba la rulot (ya casi no se ven rulots, ahora todos son "coche-casa") del doctor Carro, autoridad suprema del yacimiento de Adro Vello. Por aquel entonces yo sabía que el doctor Carro venía de la Universidad de Santiago, y pensaba que era arqueólogo, como Indiana Jones, aunque años después supe que es médico antropólogo, algo así como Bones, la de la serie, pero en señor calvo y bajito.
A veces  lo veía agachado sobre una tumba, cepillando restos óseos con un pincel, o bien clasificando hallazgos sobre una mesa de cámping cubierta con una tela, pero lo cierto es que el trabajo de excavación lo hacían los becarios...y nosotros. Nos dejaban una zona en la que no molestásemos mucho y una paletita y hala, a excavar "con mucho cuidadito". Huelga decir que lo único que aparecía en nuestra zona eran piedras o, si acaso, algún trocito de cerámica sin valor, pero nos hacía la misma ilusión que si hubiésemos topado con el Santo Grial.
El que pasaba más tiempo con los arqueólogos era mi hermano y siempre llegaba a la hora justa de comer, contando lo que habían encontrado ese día. Recuerdo perfectamente cuándo apareció la moneda en la que se distingue la "Traslatio" de los restos del Apóstol Santiago en la famosa barca de piedra. Nos pareció de lo más emocionante y aunque no nos dejaron tocarla, por supuesto, sí pudimos intuir que aquella cosa deforme y mal acuñada era algo importante, por la actitud de los arqueólogos (becarios, como he dicho, de Historia o Medicina), y por los comentarios de mi padre, que nos contó por enésima vez la historia del milagroso viaje del Apóstol.
Según iban apareciendo restos, nos íbamos enterando de que allí había habido, antes de una iglesia (la famosa iglesia que se trasladó a la ubicación actual por miedo a los piratas), un templo pagano dedicado a una deidad marina, una villa romana, unas cubas de salazón de aspecto fenicio, una muralla defensiva y tumbas, muchas tumbas, cuyos esqueletos se habían conservado gracias a la arena. Aprendí la palabra "necrópolis" y aprendí también que había otra necrópolis en A Lanzada, cerca de la ermita, aunque aquella estaba ya tapada.
Los restos de la excavación del Carreiro se fueron consolidando, pero también se fueron abandonando. Supongo que ya no daban más de sí, o se acabó el dinero, cualquiera de las dos situaciones lo explica. Siempre se comentaba por lo bajini que "a saber lo que habrían encontrado al hacer la carretera", porque la zona de interés era sin duda más amplia que la estudiada. También se decía (en casa, a la mesa sobre todo), que el Castriño (una punta cercanísima) también debería ser excavado, ya que se distinguen a simple vista algunas estructuras castreñas.
No sé si este habrá sido expoliado, pero sí recuerdo el revuelo que se montó cuando se descubrió una red de tráfico de antigüedades romanas y piezas de cierto valor arqueológico que incluía a un individuo de mi pueblo que había saqueado --hasta entonces impunemente-- el castro de Cantodorxo, en la punta del mismo nombre.
He de reconocer (yo era casi una cría), que me pareció un argumento emocionante, como de peli de ladrones de tumbas egipcias, y me imaginaba al señor (otro bajito y calvo, vaya por Dios, ningún parecido con Harrison Ford tampoco) yendo con la linterna en la boca, y trabajando cuidadosamente con las paletitas y los pinceles para no dañar las piezas. Casi me daban ganas de hacer lo mismo, si no fuese porque soy, aparte de una cobarde integral, una respetuosísima amante de las normas de protección del patrimonio. Me conformaré con visitar yacimientos --esos petroglifos de Campo Lameiro, ese dólmen de Dombate, con su energía a flor de piedra, donde casi lloro-- los museos provinciales y/o arqueológicos y soñar un poco, como cuando, de niña, decía que quería ser no princesa ni bailarina, sino  "arqueóloga o pintora".

viernes, 22 de julio de 2016

De laurel

Aunque todo el mundo los conoce ahora como "furanchos", por esta zona siempre les habíamos llamado "loureiros". El nombre es obvio: cuando hay excedente de vino nuevo en la casa se cuelga una rama de laurel (loureiro) en la puerta y los vecinos y visitantes quedan así avisados de que pueden entrar a comprar y degustar. Se ve que en cada zona se usa lo que se tiene, porque la costumbre romana era la de poner hiedra: --Vino vendibili suspensa hedera nihil opus-- y en otros lares, con ser ramo, quedaba claro que era taberna improvisada.
No lo sé, pero imagino, que la famosa calle Laurel de Logroño, la de las bodegas, algo tendrá que ver con esto, o no. El nomenclator es a veces caprichoso.
Normalmente se acompañaba el vino del loureiro con unas raciones de chorizos caseros, jamón, zorza o raxo, o en las zonas de costa con pescado variado (jurelitos fritos, xoubiñas... lo que hubiese quedado del quiñón del marinero) y productos de la huerta, que cada cual se llevaba de casa para pasar el trago.
Poco a poco se fueron especializando y no solo se servía bajo el emparrado el vino de la espita --aún hay  en algunos jarras blancas, que rematan el verano moradas-- sino que los de la propia bodega aportaban la comida, de elaboración casera. Dicen entonces que dejaban de ser "loureiros" para convertirse en "furanchos".
Si nos vamos al origen del nombre, un furancho es, segun el Don Eladio , una cueva alargada, un "furo"  o "furado" (huero, hueco, agujero), supongo que en relación con las bodegas excavadas, como las "caves" de otras lenguas, románicas o romanizadas. De ahí a la tabernucha de poca importancia, que es la otra acepción que recoge X. L. Franco Grande en su Dicionario galego-castelán del 1972, no va más que una sencilla metonimia.
En toda Galicia los encontramos, de tal manera extendidos y popularizados como casas de comida fuera de la ley que fue necesario (a instancias de hosteleros y restauradores) crear para esta figura una normativa especial (como la del aguardiente casero, de la que hablaré otro día, cuando vuelva el otoño).
No he visitado muchos, pero conozco alguno que otro y en uno de ellos nos tienen prometido un gallo de corral para ocho que está esperando la ocasión. No podrá dejar de entrar bien si no es acompañado antes de una ensalada de tomates de la casa, una fuente de pulpo y unas racioncitas (es eufemismo, por supuesto) de zorza. Para que no me tengáis envidia ni os perdáis cuando intentéis buscar un furancho, aquí os dejo esta página curiosa en la que los furancheiros modernos anuncian sus garitos: del laurel a la geolocalización.


http://defuranchos.com/gl/

lunes, 4 de julio de 2016

Vacaciones en casa


Antes se decía con sentido aquello de "hacer el agosto", porque era este el mes favorito para veranear --concepto que ya va quedando obsoleto--, al coincidir con el cierre institucional, y daba igual que viniese algún día malo, porque la gente se estaba aquí un mesecito o más y ya tenía sus chubasqueros, cuando no sus paraguas, y sus planes alternativos particulares (partidita de chinchón, tarde en los soportales de Combarro, de compras a las rebajas del Corte Inglés...).
"Cocina años setenta del blog unmundoenminiaturas.es "
Hace ya años que los "pupilos" no se pasan el verano entero --ya pocos el mes completo-- en pensiones o pisos de alquiler por habitaciones. El sistema que se usaba hasta no hace tanto, --heredero de las casas de huéspedes creadas en la entrada del pueblo para acoger a los bañistas que venían al balneario-- era tremendo; no sé si se seguirá dando todavía, pero espero que no: cada  familia  alojada (porque solían ser familias completas) hacía la compra y se le asignaba un estante en el frigorífico y un anaquel en la despensa. Mientras ellos se iban en coche o autobús de línea a A Lanzada o caminando hasta las playas del puente de A Toxa o Rons, la dueña de la casa o pensión, además de adecentar cuartos y dedicarse a lo suyo particular, tenía que hacer la comida para cada grupito. Si los de Madrid habían comprado merluza para rebozar, eso preparaba; si los de Palencia tenían unas chuletas de cerdo y una ensaladita, había que aprontarla; si los de Ourense querían arroz con pollo, pues eso se les tenía listo: tortillas, ensaladillas, guisos varios...daba igual. La señora de la casa, sola o con ayuda de la abuela que pelaba patatas y la niña que enharinaba el pescado o troceaba el pollo, debía dar el punto a cinco o siete platos distintos, arreglarse con las cantidades que le habían entregado y tenerlo calentito --en una fuente de metal sobre una olla con agua hirviendo, que no había microondas-- para cuando llegasen todos, cada uno a su hora.
Esa trabajina se pasaba a diario al menos durante dos o tres meses al año, lo cual no quiere decir, ni por asomo, que se descansase los otros nueve o diez; pero para muchas familias trabajadoras era la principal entrada de dinero, y para otras la que permitía dar estudios a los hijos o un alto a la casa, según sus prioridades.
Aunque el sistema rozaba el esclavismo, en realidad se fraguaban grandes amistades e incluso amores, (cuajó lo que parecía romance de verano entre la niña pinche de cocina --ya no tan niña-- y el chico de los de Palencia, que estudió para abogado y acabó poniendo despacho en Pontevedra).  Muchos primeros viajes a Madrid surgieron de esos pupilajes, para visitar a los señores que llevaban tantos años viniendo y que ahora, fíjate, nos invitan a la boda de su chica mediana, la menos feitiña pero más espabilada.
Esta es la parte buena; pero lo que no podemos olvidar, a pesar de este romanticismo que he metido a presión ahora al final,  es que la hostelería (aunque sea en un furancho, que es lo que va quedando de ese tipo de turismo de "ir a casa de alguien") es servicio y oficio, no se ejerce por solo amor al prójimo y merece respeto máximo, siempre que sea recíproco, ya que estamos esdrújulos.




martes, 21 de junio de 2016

Rem tene...

..verba sequentur, parafraseando a Catón el viejo: "si ya tienes el tema, las palabras vendrán solas".

Pues el problema de esta última temporada de sequía blogueril está siendo exactamente el contrario: no es que me falte materia sobre la que escribir, precisamente. Demasiadas cosas, demasiados temas, demasiados elementos, demasiadas conversaciones inacabadas, demasiados miedos que aún andan dando vueltas, demasiados pequeños cambios que no se sabe hacia dónde derivarán. Todo eso se va agolpando en la cabeza y no te deja decidir bien. Porque claro,"vivir es constantemente decidir lo que vamos a ser", como decía Ortega y Gasset. Y a mí se me da fatal decidir; de hecho, muchas veces no decido. Prefiero probar a hacer malabarismos vitales. Dicen que es un rasgo de inmadurez, y no lo discutiré, pero también voy a añadir que es un rasgo de inconformismo, y especialmente de libertad. Sin libre albedrío nos limitaríamos a repetir errores o aciertos en un estoico eterno retorno. Y de estoicismo muy poquito (algo de "se chove, que chova", pero poco más). Si acaso me apunto al  epicureísmo, sin pasarse, claro, que luego sube el colesterol del malo.  Ser epicúreo (un poquito, solo un poquito, venga), consiste, en definición simplicísima, en buscar la felicidad por medio de la ataraxia.

Después, los happychorras de turno han vertido la idea de la búsqueda de la felicidad y sus derivados en letras monas sobre una serie de fotos (principalmente de gatitos, galletas con glaseado o alpargatas de colores pastel) y  han creado  memes, más o menos armónicos según sea la habilidad del diseñador gráfico -aficionado o no- para copiar el estilo Mr. Wonderful, que no nos quitamos de encima ni fregando con agua caliente.
No es que eso me moleste especialmente; es que me cansa. Como muchas personas que me conocen bien saben, me encantan las obviedades, pero me aburro de ellas enseguida, y eso de aburrirse no es epicureísmo ni es nada. 
Lo que disfruto de la obviedad, decía, no es tanto esa enunciación de lo evidente, (¡hace sol, qué calor!) que entiendo que acabe poniendo nerviosa a alguna gente, sino más bien la reflexión a bote pronto, lo primero que nuestra cabeza enlaza para crear una nueva idea:  "las metáforas elementales e inveteradas son tan verdaderas como las leyes de Newton", (y sigo citando a Ortega). 
Aunque no hubiésemos leído a los clásicos (incluyendo entre estos a Antonio Gala y J.K. Rowling), seguro que se nos seguiría ocurriendo decir "la vida es un lío" (o  una caja de bombones, que para el caso...), "¡cómo pasa el tiempo!", "aquí estamos, luchando con la vida"... 
 Pues aquí estamos, luchando con la vida, menudo lío, y, ¡cómo pasa el tiempo!, ya hacía un mes y pico que no escribía nada y ahora, burla burlando, he escrito una página de inconsistencias, básicamente para decir que, a pesar de los dolores vitales, es mejor tratar de ser felices momento a momento, aunque no nos lo recuerde ya ninguna presentación de power point, que es de lo poco que se va pasando de moda.

lunes, 23 de mayo de 2016

Bildungsroman exprés


Teníamos en el piso estudiantil de turno una salita interior con un tresillo encajonado. El tresillo, una mesa de centro de aquellas de formica que imitaba mármol negro y una especie de estantillo de mimbre con un radiocasete estéreo, nuestro único lujo. Huelga decir que no teníamos tele, así que si queríamos ir a ver la reposición de "Retorno a Brideshead" (y todas queríamos verla) o "Twin Peaks" teníamos que ir a un bar, o a casa de unos amigos y asaltar su salita.
Nuestra salita, interior, como he dicho, estaba separada de la habitación siguiente por un panel corredizo de polipiel rojo sangre y la tapicería de los sillones era también roja y negra, en damero. Tenía su propia banda sonora, grabada en casettes de Radio 3, lucía en las paredes pósters de las obras de teatro de Chévere, sobre la mesa ceniceros a rebosar, cafeteras italianas a pares, café servido en tazas de arcopal, gente sentada en los reposabrazos y conversaciones absolutamente entreveradas acerca de cualquier cosa que pasase en aquel momento o que hubiésemos pillado al vuelo en una clase de lingüística o literatura (recuerdo una discusión absurda entre un amigo de biología y una compañera de hispánicas sobre teorías de Benedetto Croce, pero no tengo ni idea de cuál era el tema en realidad). 
Siempre había una guitarra a medio afinar y siempre había alguien afinándola. Cantábamos canciones de Silvio Rodríguez si quien tocaba sabía lo suficiente o de Christina Rosenvinge si nos daba la gana. Incluso llegamos a inventarnos un par de canciones. El título de una de ellas era "Sicilia, 1929", en homenaje a "Las chicas de oro" . De vez en cuando la canto en la ducha. Por nuestra salita pasaban los que volvían del turno de mañana, llegaban los que se iban al turno de tarde y los íntimos llamaban a la puerta a cualquier hora, porque en los pisos de estudiantes no hay momentos intempestivos. Tenía yo entonces un pijama favorito, blanco con grandes topos verdes y no fueron pocas las veces que llegó alguien cuando ya lo tenía puesto. Si la visita era algo más formal de lo esperado me ponía encima una sudadera enorme y esperaba que pasara por un chándal raro. Y si no, me daba exactamente igual, que para eso estaba en mi casa.Allí dormían a veces amigos de paso, novios de hermanas de amigas, amigas de hermanas de novios y cualquiera de quien tuviésemos una lejana referencia, pero referencia al fin, porque aunque parezca mentira, aquel sofá encajonado se convertía en cama, de manera que la salita entera se volvía cama también. Y desayunábamos a veces con desconocidos que se convertían en amigos, especialmente si bajaban al súper a por croissants. 
Vivir en un piso de estudiantes te enseñaba muchísimo sobre economía doméstica, organización de las tareas, estrategias de convivencia, límites, tolerancia, respeto, que raritos somos todos y que hoy por ti y mañana por mí. Era mucho, mucho mejor que Gran Hermano, aunque también, como en los realitys, te podía tocar gente outsider a la que es mejor ya ni nombrar. Allá ella, con su saco de patatas debajo de la cama y sus sartenes en el armario. Y no, no me estoy inventando nada.Tengo algunas fotos, no muchas, de esa época, en la que iba a la facultad con una carpeta forrada de cuadros escoceses rojos y llena de fotos de Bono el de U2, junto a Andy Warhol, David Bowie, Woody Allen, Humpfrey Bogart y La familia Monster (esta última regalo de mi hermana pequeña). El aspecto que llevaba --llevábamos-- a clase era una mezcla infame de jerseys calcetados por mi abuela y pañoletas palestinas compradas en los "jipis" de la Rúa Nova. Era un tiempo de indefiniciones y de descubrimientos, de sentirte de vuelta de todo sin haber llegado todavía a nada, pero éramos jóvenes y nada indocumentados (carné de identidad, carné de estudiante, carné de la piscina, bono del tren, bonobús...); pero teníamos derecho a sentirnos inventores de cada estupidez que decíamos. Y decíamos unas cuantas, sin que pasase nada. Era como sentirse experimentadora con gaseosa. Una buena práctica para la vida real.
No echo nada de menos esa época, porque por suerte conservo lo mejor de ella: las personas que valían la pena, aún con nuestras trayectorias tan ajenas hoy por hoy, y muchísimos aprendizajes parciales que todavía son válidos. No es que lo de menos fuera estudiar, de hecho me arrepiento de no haber aprovechado mejor el tiempo de las clases; pero había tantas cosas fuera que la facultad más bien parecía un complemento a la ciudad y a la vida, al teatro, a los maratones de cine, a los conciertos, a los pubs de la zona vieja, a los congresos, al chocolate con nata del Metate, a las reuniones de la ong, a los bailes hasta las tantas en la discoteca Black, a la música setentera del Route 66, a los martes de bailes de salón en el Araguaney, las quedadas de clase en la Rúa da Raíña, a las charlas en Los porches (nuestra otra "salita", un café cercano a la facultad vieja), a los paseos-desfile por el pasillo de la biblioteca de Historia, a las actividades de los CAF, al grupo de teatro en el que no actuaba pero iba a ver ensayar, a las campanas de la catedral paseando con amigos que no pasaron de amigos, a las "cantareas" usando los contenedores de basura como percusión... (pobres vecinos). Todo eso configuró para mí una época de aprendizaje, mi propio e incompleto Bildungsroman.

martes, 10 de mayo de 2016

Diez de diez

Como se suele decir en el entorno académico, "publish or perish".  No tengo intención de perecer por ahora,  así que aquí os dejo una publicación, aunque de dudosa calidad -- ya os lo digo yo-- como la idea de donde parte: la cuantificación aleatoria para comprimir los conocimientos, convirtiéndolos en listas manejables. 
Es el mío un decálogo de decálogos, un hipertexto imaginario, una ramificación innecesaria de los contenidos que conecta con lo que vosotros queráis. Lo planto en esta página como divertimento, pero con la intención (evidente, todo lo que escribo lo es) de haceros reflexionar sobre la validez de las fórmulas en todos los contextos.

1. Diez libros para niños que tienes que haber leído antes de los doce años, así que ya llegas tarde.
2. Diez novelas impepinables sin las cuales no pasarás por cultureta en ningún entorno hipster.
3. Diez manuales imprescindibles y caducados según salen para comprender la sociedad de la comunicación.
4. Diez lugares que no puedes dejar de visitar y que probablemente nunca podrás visitar. 
5. Diez remedios naturales contra la tos que implican pasar por un herbolario y gastarte una pasta.
6. Diez gestos de belleza que puedes y debes realizar mientras trabajas, en el caso de que trabajes.
7. Diez alimentos que no debes admitir en tu dieta bajo ningún concepto.
8. Diez alimentos que debes evitar a toda costa;  como es lógico, algunos coinciden con la lista anterior.
9. Diez palabras que no conocías del idioma español y te daba exactamente igual.
10. Diez vocablos japoneses sin los cuales no sabes cómo habías podido comunicarte hasta ahora.
Podría haber seguido, pero el sistema decimal, me constriñe. Coherencia ante todo.






domingo, 1 de mayo de 2016

Herencia familiar

Aunque en casa de mis padres siempre ha habido libros de recetas,  casi nunca he visto a mi madre seguirlas al pie de la letra, salvo si se trata de la del budín inglés de Postres Royal. Ese recetario, fotocopiado de un folleto publicitario de los polvos de hornear, pasará de generación en generación, y cuando me toque a mí ser la que hace los budines de Navidad, sabré que pertenezco a la generación de mayores. Llegará, y será duro, pero también bonito.
Aunque la receta no es original, es algo que he visto elaborar desde niña. Aún ahora, cuando mi madre los amasa,  pocos días antes de las fiestas, me transporto a la infancia, cuando lo único que nos dejaba hacer era cascar nueces y enharinar las frutas glaseadas para que no se fuesen al fondo (sencillo y efectivo truco). En eso se suele aplicar ahora mi padre, y cuando bajo a su casa con cualquier excusa, ya me encuentro todo si no hecho, encaminado.
También la recuerdo la tarde entera removiendo aquel alto hervidor de aluminio para preparar el dulce de leche. Eso ha dejado de hacerlo, porque la hemos convencido de que a ninguno nos conviene semejante delicia, ¡ay!
En honor a la verdad, mi madre es la que sigue haciendo prácticamente todo cuando tenemos comidas familiares. Aún con su dolor de articulaciones, es incapaz de pedir ayuda para estas cosas, y para mí, reconozco, es difícil ofrecerme --si acaso me "permite" preparar una ensalada-- porque, o bien se adelanta mi hermano, que es el que tiene mejor mano de los tres, con ella y con la cocina, o bien, con mi vital parsimonia, (comparada con su acelerado tempo personal) la desespero.
Sigo, pues, poniendo la mesa, llevando y trayendo cosas y pidiéndole --a ella le sale mejor que a nadie que conozca-- que me prepare pizza para los cumpleaños de las niñas.
No es que yo no sepa o no quiera guisar cuando comemos todos juntos. Desde luego que no lo hago como mi madre: habilidad y práctica obligan, pero cocino otros platos a mi manera y me alegro muchísimo cuando a ellos les gusta alguna de mis preparaciones. Poco a poco voy ganando algún terreno, con la excusa de darles a probar alguna cosilla nueva. Siempre están dispuestos, así que lo tengo fácil. Cuando en mi pueblo no se había oído hablar de la tarta de espinacas, del pastel de carne,  la pasta frola, la polenta, los gnocchi o la pizza, nosotros los comíamos con gusto desde siempre, así que no van a negarse a probar nada que les propongamos mis hermanos y yo.
Confío en que mis hijas, con sus pequeñas reticencias la una, y con su ilusión por las novedades la otra, también tengan en su corazón las recetas de mamá. Porque todo el mundo sabe que la mejor comida del mundo es la que mamá prepara.



martes, 26 de abril de 2016

Instintos básicos

Antes de que se decidiesen a hacer este indescriptible spot, ya nos había llamado la atención en casa el descomedido rótulo de neón de Súper Nito, espíritu de  Las Vegas en plena recta de Corón, Vilanova de Arousa. Cuando se trata de llamar la atención, en Vilanova saben hacerlo. 
Hay que decir que casi cualquier cosa que provenga de Vilanova de Arousa nos parece singular, empezando por su más ilustre hijo, Ramón María del Valle-Inclán. En esa localidad se encuentra una casa-museo que recrea --más libre que fielmente-- la vivienda de los abuelos de Don Ramón, donde pasó su primerísima infancia. La he visitado en varias ocasiones, y en todas me quedo prendada del eco que hace en la pared de piedra la voz con la que el autor lee un fragmento de Sonata de otoño  y de la umbría presencia del enorme y antiquísimo magnolio, que sin duda hubo de cobijar juegos y ensueños del neno Monchiño.  Hay otra casa-museo en A Pobra do Caramiñal, donde su madre pasó unos meses antes de su nacimiento y donde vivió temporadas, ya casado y con hijos, tratando de volverse hidalgo a base de cultivar la tierra (huelga decir que no por su mano) y  reclamar al rey el Señorío del Caramiñal. Ninguno de los dos negocios tuvo éxito, así que no hay tal título, aunque igual sí que hay herederos que lo reclamen.  De su estancia en Pontevedra, Santiago, Madrid  y  Fefiñanes (Cambados) no queda testimonio inmueble destacado, aunque impone ver, en el cementerio de Santa Mariña Dozo de esta última localidad, la tumba pequeñita y siempre limpia de su hijo Joaquín María Baltasar. Está dentro de las ruinas de la antigua iglesia, un templo gótico con apuntes renacentistas, que hubo de ser abandonado a finales del XIX por la caída de su techumbre y que nunca recuperó el culto. 
Cambados dedica una calle a Valle-Inclán -- travesera de la de Doña Emilia Pardo Bazán, por cierto--pero en  Vilanova (ya volvemos a esta localidad arousana) encontramos nombres de calles como "Luces de bohemia", Marquesa Rosalinda" o "Plaza del Marqués de Bradomín". Eso sí, la recta de Corón, Vilanova, donde encontramos Súper Nito, se sigue llamando "la recta de Corón". 
Desconozco si Nito (no me preguntéis de qué nombre proviene ese diminutivo: desde Esteban a Román podría ser cualquiera) tiene ascendentes ilustres o literarios, pero desde luego no le falta imaginación para la promoción de sus productos. 
En la lucha contra las cadenas de distribución alimentaria y las grandes superficies, los pequeños negocios locales tienen que tirar de ingenio y de producto. Así vemos que nos ofrecen carne de primera, como la de los animales criados en casa, pero con las garantías de la modernidad. Ese mismo sistema sigue otra superheroína mía: Súper Rosita, en Dena, establecimiento al que peregrinaba hace tiempo --quizá lo siga haciendo-- alguna gente de mi pueblo, porque en su carnicería se vendía la mejor tira de asado, o el mejor jarrete para el cocido o la mejor blanquita (redondo) de ternera, que para atender a los gustos de todos hay.
Dena es una localidad minúscula y de paso que tengo asociada desde siempre con la carne: aquí está el mítico "O Forcado", una de las primeras "churrasquerías" que conozco, (sí, ya sabemos que un "churrasco" no es lo mismo que un "asado", pero la palabra exótica gana;  se traslada el significado y punto) cuya chimenea sigue desprendiendo el mismo olor a leña e instinto cavernario de siempre. Algo de primitivo mostramos cuando nos acercamos a la carne --los que lo hacemos-- sea para comprarla o para comerla, pero nuestro yo racional se niega a ver al bicho en sus partes e intenta convencerse de que es solo alimento. 
Por eso, cuando veo el anuncio de Súper Nito, con sus animalitos tratando de escapar del matachín y aún así puedo comer costilla asada,  o cuando leo esos pasajes crudos de la a menudo carnicera obra de Valle-Inclán y la disfruto como parte de mí, me siento en comunión con mis genes bárbaros.



viernes, 22 de abril de 2016

Libros rosas


Libros y rosas constituyen el regalo tradicional del 23 de abril en Cataluña, fiesta de San Jordi allí y Día del Libro en casi del mundo. En fecha tal de 1616, el hado quiso cargarse conjuntamente a Don Miguel de Cervantes Saavedra y a William Shakespeare. Un escritor catalán --paradójicamente apellidado Clavel-- propuso en 1923 a la Cámara del Libro de Cataluña celebrar entonces su día grande, y hasta ahora. 
Por preciosa que sea la tradición del libro y la rosa, no se ha extendido demasiado, aunque las librerías tengan a veces descuentos y detalles florales con sus lectores, como una que está muy cerca de casa y seguro que muchas que están cerca de las vuestras. No lo dejemos pasar.
El caso es que los libros que se venden más, este día y todos los del año, son precisamente los que antes llamábamos sencilla y sinestésicamente "novelas rosa". La literatura romántica, entendiendo el romanticismo en sentido popular, claro está, cuenta con un grandísimo y fidelísimo público.
Recuerdo que durante mi breve ocupación como lectora para la ONCE (corta pero intensa experiencia que no me importaría repetir), me tocó grabar un tocho enorme que ostentaba en su portada un aguerrido (y garrido) escocés despechugado de melena al viento. Era una novela de la serie "Higlanders". Primero la leí, entre divertida y alucinada, y luego me enteré de que había una serie entera de esas historias; es más, son un subgénero completo, que se escribe y publica en todo el mundo, no solo en el Reino Unido. 
El caso es que tras la lectura de tan solo una de ellas, no he necesitado leerme las famosas sombras de Grey para estar versada en todo tipo de artimañas seductoras, (aparte de que el planteamiento inicial  del libro de E. L. James me resulta repulsivamente machista, pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión). Estoy segura de que, tras haber leído aquellos nombres en escocés gaélico (¡en voz alta, y declamando!), protagonistas del espeluznante relato de secuestro, violación, incesto, bailíos,  pillaje, denuestos, cuchilladas, pócimas,  espadazos, traición,  clanes, pasión descontrolada, lairds, brujería, sexo explícito, maldiciones, pérdidas, sexo implícito, kilts, cuevas, cabañas, brezo y haggies (hala, he hecho una referencia culinaria), ya no preciso ninguna otra lectura erótica en mi vida.
Sé que no toda la novela romántica es de tal calibre (perdón por el chiste fácil), sino que existen numerosas modalidades, desde las más ligeras y dulces (algunas literalmente llenas de cupcakes, magdalenas para los amigos) hasta las que se adentran en un franco erotismo. Entre destacan las series, como esta, ambientadas en épocas históricas y prehistóricas, en exóticos y lejanos lugares, o simplemente en la calle de al lado. En muchas de ellas, las mujeres son de armas tomar (algunas incluso literalmente), pero no deja de ser una leve concesión a la dignidad, si tenemos en cuenta sus argumentos, en los que la única búsqueda válida en la vida y el único fin de todos los esfuerzos es encontrar el amor de un hombre, sea este como sea (ya lo decía Rosalía de Castro, reproduciendo con aguzado oído el sentir popular: "San Antonio bendito, dádeme un home, anque me mate, anque me esfole, (...) Que, zambo ou trenco, sempre é bo ter un home para un remedio").
Todos conocemos, por haber leído o al menos haber visto en el kiosco (territorio rosa por excelencia) a la simpar Corín Tellado, seudónimo de María del Socorro Tellado López, pero quizá no sabíamos que existe una nueva generación de autoras españolas  e hispanoamericanas (igual hay algún autor, pero lo desconozco, o se camufla bajo nombre femenino) que publican en la actualidad, muchas de ellas directamente en libro digital. Aparecen en la red promociones de sus novelas casi a diario y me consta que hay blogs sobre el tema con miles de seguidoras y algunos cientos de seguidores, como www.novelaromantica.com.
La novela rosa  (la fascinación por la relación amorosa en la literatura es de larga tradición, pero no toda historia de amor es una novela rosa, claro, sobre los elementos definitorios del género sobran artículos publicados) nunca ha dejado de vivir desde que nació, tímidamente, en el principio de los tiempos literarios. Acabó copiándole el nombre a la novela del romanticismo. Con ella comparte el gusto por la tragedia, pero su alejamiento progresivo del drama en aras de un final feliz, la diferencia de esta.  
En inglés se llaman las novelas que nos ocupan romance novel  y en francés existe una denominación exquisita y con mucho bouquet:  roman à l'eau de rose, pero aunque en español se haya propuesto usar el término romance, me quedo con el nombre popular, que combina sencillez y delicadeza. Y es que una rosa es una rosa, no la toquéis ya más.


 

lunes, 18 de abril de 2016

Panem nostrum quotidianum


No, tampoco toca hoy hablar de pan, por muy sumamente importante que sea para nosotros, sino de letras, que para algunos son alimento también:
Mary Frances Kennedy Fisher --ahora está más o menos de moda porque han reeditado sus mejores obras en un solo volumen, "El arte de comer"-- escribió Cómo cocinar un lobo para paliar con recetas sucedáneas e imaginativas la dureza de la escasez; pero en realidad  sospecho que lo escribió para poder hablar de la alegría de comer a pesar de todo.  La autora gozó de cierta popularidad en su momento,  siempre aplacada por su condición de escritora de género menor. Algunos críticos están de acuerdo (a buenas horas) en que su calidad literaria es incluso mayor que su aportación culinaria.
Esta condición no es extraña a muchos de los libros llamados "de cocina":  desde el brillante Brillat-Savarin y su "Fisiología del gusto" que no hago más que citar (dime de qué presumes y te diré de lo que careces, ya me lo digo yo sola), hasta los clásicos "Picadillo" y "A cociña galega", de mis dos paisanos Manuel Puga y Parga y Álvaro Cunqueiro, respectivamente. Tengo pendiente la lectura de los libros de cocina moderna y antigua de Emilia Pardo Bazán, "La casa de Lúculo", de Julio Camba y  "Comer en Galicia", de Jorge-Víctor Sueiro, por citar solo los de gallegos famosos.
No me llama la atención, a pesar del título de este cuaderno, eso de rebuscar entre la Literatura (así con mayúsculas) para encontrar recetas dadas por detectives panzudos mientras resuelven un crimen como quien no quiere la cosa, ni me parece que sea  especialmente atractivo ni revelador (que me perdonen los cervantistas gastrónomos) acudir a una comida elaborada según las propuestas que se encuentran en "El Quijote".
La comida aparece en las obras liteararias porque los personajes la cultivan, la cazan, la compran, la hacen, la necesitan,  la disfrutan,  la sufren,  la rechazan, o la vomitan. La comida es parte de la vida y la literatura la refleja. A veces lo hace desde la más cruda ausencia (recuerdo a Lázaro de Tormes y me apetecen uvas, aparece don Pablos y los mendrugos se vuelven manjares), otras desde la opulencia obscena ("pantagruélico" no es un adjetivo casual, ya sabemos), algunas desde la ingenuidad del querer ofrecerse en ella (Babette nos lo enseñó). Pero siempre --me resisto al casi, aunque si pensase o leyese más quizá encontraría más de un ejemplo en contra-- lo hace acompañada de alegría, de esa pequeña felicidad de tener lo más importante, el pan nuestro de cada día.

jueves, 7 de abril de 2016

Mesa para dos


Juan Gris, La mesa del músico

1. La buena mesa
Otra vez no voy a hablar de comida. Hoy me interesa lo que hay a su alrededor, o más bien debajo. Además de los platos y  los cubiertos bien colocados (os recuerdo que ya hablé de esto en La mesa de los locos ), no es poco importante el mueble en sí. Una vez que estemos seguros de la comodidad de la silla, es fundamental que la base para nuestros platos sea firme. Y hermosa.
Hace unas semanas, un amigo contaba que se habían comprado, por fin,  una mesa para el comedor. Lo contaba con emoción contenida, describiendo sucintamente la nobleza del material, la pureza de las líneas, la resistencia del diseño... Fue capaz de transmitir la ilusión que le suponía estrenar la mesa con una comida familiar, para después brindarla a reuniones de amigos y a otros usos menos ortodoxos, como posar los libros recién comprados al llegar a casa. En algo tan prosaico --una mesa; hay miles de mesas, nos hemos sentado a tantas mesas-- transmitía parte de su filosofía de vida.
Coincido con él en que los objetos tienen con nosotros una relación:  la que queramos concederles. Para mí también son importantes las cosas, pero no por puro materialismo, (no soy dada a lujos y despilfarros precisamente), sino por ese amor a los objetos que me han transmitido genéticamente desde los tiempos en los que tener algo suponía contar su historia e inaugurar una línea de herencia. Había hace años un anuncio en prensa en este sentido que siempre me emocionaba: “Inicie su propia tradición. Nunca un Patek Philippe es del todo suyo, suyo es el placer de custodiarlo hasta la siguiente generación”. Así era antes, y todavía hoy podemos hacerlo con algunas pequeñas o grandes cosas; vale que Ikea nos ha robado un poco ese sueño, pero tampoco es malo que nos expresemos con nuestro propio vocabulario, siempre que sepamos asumir lo que nos fue dado y transmitir el cariño por lo que damos, aunque sea una estantería Billy.
(El resurgir de lo "vintage" va en este sentido, supongo, aunque lo han deturpado con las imitaciones de lo clásico. Eso sí que no lo soporto. Vintage sí, "estilo vintage" no, por favor. Eso y los relojes con forma de cosa --se salvan los discos, pero poco más-- me ponen literalmente de los nervios. Claro que siempre puedo respirar hondo y disfrutar de la compañía si me toca comer en una mesa así).
2.Tábula rasa
No tenemos en casa más que una mesa que se pueda llamar propiamente mesa. Está en la cocina y ha estado antes en otros tres lugares: un comedor, otra cocina y un aula.
La mesa tiene dos años menos que yo y, junto con unas sillas andaluzas de asiento de anea  y esmaltadas en blanco, formaba parte del comedor setentero de mis padres. Las fotos de nuestros cumpleaños primeros se hicieron todas a su alrededor.  No muchos años después de su época de honor,  pasó al comedor de la cocina de la casa nueva, y sobre ella se empezó a amasar la pizza,  a estirar los espaguetti que hacíamos con la máquina de pasta, a cortar los patrones de la Burda,  a resistir la presión del tiralíneas de los trabajos de dibujo técnico, a leer el periódico y  a revisar los deberes.
Cuando la familia creció -- nuera, yernos y nietos--, mis padres compraron una mesa grande,  rectangular  y extensible y nos dejaron la mesa redonda (no había dicho que es redonda: redonda, blanca y con un solo pie metálico y poderoso en el centro) para inaugurar una de las aulas de nuestro centro de estudios. Allí estuvo dos años, resistiendo borrones de tinta, borraduras de goma milán y marcas de lápiz. 
Cuando nos hicimos nuestro apartamento la subimos: pinté la pata central con pintura martelé gris y repuse el embellecedor del borde. 
Ahora estoy pensando en cambiarle el sobre. Diremos adiós a las rajaduras en la formica blanca, a las manchitas que ya no salen, a los pinchazos de compás que se notan aquí y allá. La mesa será la misma, aunque sus partes ya no lo sean. Como una nave de Teseo, la mesa cambiará sus componentes pero seguirá cumpliendo su función. Y cuando ya las niñas no sean niñas, es posible que tengamos que comprar una mesa extensible y esta pase al apartamento de una de ellas. Eso espero. Pero si no es así, no hay problema, tábula rasa. Tampoco es malo.

lunes, 4 de abril de 2016

Lateralidad cruzada

Ilustración de Roger Olmos para "Caperucita roja"
“A medida que crece, el saber cambia de forma. No hay uniformidad en el verdadero saber. Todos los auténticos saltos se realizan lateralmente, como los saltos de caballo en el ajedrez.
Lo que se desarrolla en línea recta y es predecible resulta irrelevante.

Lo decisivo es el saber torcido y, sobre todo, lateral.”

Elías Canetti, El suplicio de las moscas, IX.
Hace muchos años, una de mis amigas me regaló un libro de Elías Canetti. Poco tiempo después, otra amiga me brindó como regalo de cumpleaños una suscripción a la revista Lateral, desaparecida en el 2006 por cierto. 
Ambos objetos, libro y revista, presentaban un formato intencionadamente poco perdurable, (Lateral salía en papel prensa y el libro de Canetti, La lengua absuelta, estaba en una edición de Alianza, de aquellas con la portada de Daniel Gil, en papel beige de bajo gramaje) pero ambos perduran en mi memoria vital unidos a mis amigas, las cuales probablemente ni recuerden habérmelos regalado.
El pensamiento lateral --preconizado por los gurús setenteros de la creatividad como la panacea universal-- nos lleva a buscar nuevos usos para lo ya conocido, nuevas relaciones entre lo que relacionamos siempre del mismo modo (el tenedor y la cuchara; la pluma y el papel; ¿por qué no la cuchara y la pluma?),  pero a veces no es tanto un nuevo itinerario, como la invitación a recorrer el camino deteniéndonos en los atrancos,  parándonos a coger flores y charlando con los lobos feroces. 
Hay días en los que las ideas aceleran sin pedir permiso y el pensamiento circula a toda velocidad enlazando premisas de forma sorprendente--a cabesiña non para, que decimos por aquí-- y otros en los que se forma una maraña escandalosa, que da una sensación tal de desorden que me hace volver a creer en la necesidad del minimalismo (nunca me sentí totalmente cómoda en/con él). Cuando llego a este punto, escribo. En un papel cualquiera, en una de las libretas que tengo desperdigadas por los bolsos, en el taco de notas de al lado del teléfono...y se me pasa la inquietud; pero desde que tengo el blog, se me ocurre acercarme aquí y desenredar la maraña. Las dos ideas principales de hoy eran bien sencillas: lateralmente se llega más lejos que en línea recta, diga lo que diga la geometría, y mis amigas estimulan mi creatividad poniendo en mi camino atrancos que se convierten en impulsos. 

jueves, 31 de marzo de 2016

Brindis al sol

Buscando esto y lo otro, me acabo de enterar de que el brindis "por la cándida adolescencia" en "Memorias de África" es en la versión original “Rose-lipped maidens, light foot lads" (doncellas de labios rosa, jóvenes de pies ligeros), un verso del poema “With rue my heart is laden” de A.E. Housman, uno de los poetas favoritos de Denys Finch-Hatton, amante en la película de la baronesa Von Blixen, Karen, nacida Dinesen. Todos mis respetos al traductor o traductora que nos ha brindado, valga la redundancia, un brindis inolvidable y delicioso.
Después de esta pesquisa, busqué la escena en la que brindaban con vino blanco, sentados ante una mesa con impoluto mantel, en plena sabana. "Ya no quedan viajeros", como decían en "El cielo protector". 
En el gramófono de la baronesa siempre sonaba Mozart, pero me acordé al escucharlo de otro clásico mucho más moderno: ¡qué distinto suena y qué parecido a la vez el brindis de La Traviata de Verdi, el famosísimo: "Libiamo, libiamo ne'lieti calici que la belleza infiora". Este transcurre durante una fiesta y es presentado con la frase "escuchad al poeta", y  lo escuchamos,  y nos llegan ecos de las Rubaiyat  "Que traigan de beber. Una cosa es cierta: que la vida va pasando, y el resto vaciedad es. La flor marchita nunca florecerá de nuevo."  Qué sabio, Omar Khayyam, siempre brindando. 
Si agudizamos el oído también escuchamos a Ausonio "collige, virgo, rosas, dum flos novus et nova pubes, et memor esto aevum sic properare tuum", "recoge, doncella, las rosas mientras la flor está lozana y la juventud fresca, y acuérdate de que así se apresura también tu edad" y a Horacio también se le oye decir: "carpe diem, quam minimum credula postero", "aprovecha el día y no confíes lo más mínimo en lo que ha de venir."
Pues a ello: aprovechemos el día, y no nos olvidemos de brindar por lo  bueno. Os doy ideas: 


Francisco Brines
(El otoño de las rosas, 1986)
Estás ya con quien quieres. Ríete y goza. Ama.
Y enciéndete en la noche que ahora empieza,
y entre tantos amigos (y conmigo)
abre los grandes ojos a la vida
con la avidez preciosa de tus años.
La noche, larga, ha de acabar al alba,
y vendrán escuadrones de espías con la luz,
se borrarán los astros, y también el recuerdo,
y la alegría acabará en su nada.

Mas, aunque así suceda, enciéndete en la noche,
pues detrás del olvido puede que ella renazca,
y la recobres pura, y aumentada en belleza,
si en ella, por azar, que ya será elección,
sellas la vida en lo mejor que tuvo,
cuando la noche humana se acabe ya del todo,
y venga esa otra luz, rencorosa y extraña,
que antes que tú conozcas, yo ya habré conocido.

lunes, 28 de marzo de 2016

El derecho a la pereza

No doy para más. Ni cocino (bien), ni escribo desde hace unos días. Podría decir que es debido a la gripe (algo me ha tocado, uno tras otro hemos ido cayendo toda la familia) pero no es así: es simplemente desgana por mi parte,  lo que mi abuela llamaba "hacer el maula". Mi abuela y muchas abuelas, y muchas señoras que no son abuelas, incluso mi madre y su generación, veían como algo inconcebible que una mujer --una mujer-- no tuviese ganas de hacer algo. O mejor dicho, que, teniendo que hacer algo, no lo hiciese porque no tenía ganas. En mi generación y en algunas más jóvenes también hay quien piensa así: son los eternos vendedores de que el trabajo dignifica al hombre, y por descontado a la mujer.
Pues no.  
Con Paul Lafargue, hoy os digo: descansemos, más allá de las vacaciones. Trabajar es necesario, pero no es la vida y si el trabajo es la vida, no tenemos vida. 
Pues esto es todo por hoy. ¿O qué esperabais?