domingo, 31 de enero de 2016

Viento del este, viento del oeste

 "Mein Gott -me dijo en 1815 un capitán de croatas, a quien yo había convidado a comer-, no se requiere tanto condimento para que resulten manjares sabrosos. Cuando nos hallamos en guerra y con hambre, matamos al primer animal que se encuentra; le cortamos un pedazo carnoso y rociándolo con sal, que siempre llevamos en la Sabre Tasche .1 , lo colocamos debajo de la silla sobre el lomo del caballo, galopamos un poco y (haciendo el movimiento del que mastica y paladea con gusto) gnian, gnian, gnian, nos festejamos como príncipes." J. A. Brillata Savarin, Fisiología del gusto
Este es al parecer el origen del filete tártaro o steak tartare, al que pusieron nombre los cocineros franceses, atribuyendo a los tártaros esta práctica original de los cosacos. Total, todos venían de las lejanas estepas  y "se non é boi, é vaca". 
Imagino a los chefs de hoy, que tanto apuestan por la carne cruda y las preparaciones a la oriental (porque orientales eran también los tártaros y los cosacos) poniéndose a cabalgar un ratito antes del pase para conseguir un bien desangrado filete tártaro. Pero no, no lo veo. Y casi prefiero que no lo hagan.
Aunque los chefs de antaño confundieran a tártaros y cosacos -le puede pasar a cualquiera-, seguro que no llegarían al extremo de confundir el tartar y el tataki (de nombre, solo de nombre), como me pasó a mí el otro día. Imperdonable, si no fuera porque estábamos haciendo un role-play y no había comida sobre la mesa.
Ahora ya tengo claro qué es el tataki: curiosamente, el tataki  (al igual que la tempura, versión del  rebozado al que los misioneros portugueses sometían el pescado)  es la revisión oriental de una técnica occidental, copiada a los cocineros que llegaban con los mercaderes y aventureros a la incipiente colonia extranjera de Nagasaki. Esa preparación a la plancha, levemente marinada y finamente fileteada, fue puesta de moda por Sakamoto Ryoma, un samurai rebelde que pasó de ser un acérrimo defensor de la tradición a convertirse en un visionario de las relaciones con el mundo occidental y de la idea de un Japón sin la lacra del feudalismo. Quizá el tataki (¿por qué no imaginar, para redondear la historia, que hubiese probado la carne a la plancha que lo inspira en casa de Thomas Blake Glover, el escocés cuya relación con una joven japonesa inspiró Madama Butterfly?)  haya tenido que ver con ello. 



1. La Sabre Tasche o cartera del sable, es la especie de saco con dobles costuras que cuelga del tahal, donde está suspendido el sable de las tropas ligeras. Hace esta cartera un gran papel en los cuentos que los soldados mutuamente se refieren. N. del autor.

viernes, 29 de enero de 2016

Blanco y negro

Variedades de café hay muchas, y desde que George Clooney anuncia cosas de esas de hacer café en casa, más todavía: del expresso al ristretto van 8 mililitros de diferencia, pero hay quien los considera imprescindibles, así que no se lo discutamos.
Como mi referente para el buen café no son los italianos ni George Clooney sino los portugueses, diré que cuando paso la frontera me tomo un "pingo" pero no doçe, sino sin azúcar.  Para el  "pingo" o cortado, según las zonas geográficas es mejor especificar si se quiere leche con poco café (un breve) o café con poca leche (un macchiato).
En otras latitudes nos sugieren delicias propias, como por ejemplo el café vienés,  rematado con crema espolvoreada a veces con cacao y canela, pero que no es capuchino, porque este se prepara con leche batida hasta hacer espuma. Dejemos a los austríacos y a los italianos pelearse como buenos vecinos y vayamos algo más lejos: dicen que el café árabe se prepara con azafrán, agua de rosas y cardamomo, acompañado de dátiles para compensar su amargor. Nunca lo he probado, pero no me importaría.
Algunos cafés no tienen mucha fortuna entre nosotros, pero otros suenan a clásico, incluso ya un poco trasnochado, como el café irlandés,  que además de ser el título de compromiso de la  película de Stefen Frears  The snapper, es café con güisqui y nata: café, postre y chupito todo en uno. Recuerdo que hace muchos años era elegantísimo irse al Bar Inglés del Gran Hotel de La Toja a tomarse un café irlandés. Todo quedaba entre isleños.
Dentro de los propios del país, el café solo con aguardiente se da en llamar "café con gotas", pero no suele salir en los manuales del buen barista, aunque sí en aquellos papeles en que Valle-Inclán sacaba sus primeros textos. Lo que no admite discusión es en el carajillo: brandy quemado con azúcar y café solo. Pero hay que  hacerlo bien, dejando caer el café con lentitud sobre la cucharilla para que se formen esas capas bien delimitadas, como de ámbar y ébano. Y saborearlo, eso sí que es un arte, reposando la comida, como hace mi amigo Pep, cuyas son las fotos que ilustran hoy estas notas, en la terraza del bar de su prima o en la del Casino, que Casino todavía hay en algunos pueblos hidalgos en los que no solamente hay cafeterías.
Hoy, durante la clase de la mañana,  nos estuvimos dando un paseo virtual por las cafeterías --que ya no casinos ni cafés, como digo-- de la comarca; las de sólida tradición y  las más modernas y resultonas. Por supuesto, no podía faltar mi cafetería de cabecera, que lo es de muchos grovenses: desde que tomábamos el aperitivo del domingo con nuestros padres (aunque otros días tocaba ir al Lusán, o con el abuelo Pepe al Bar Joaquín), pasando por la época en la que cruzábamos de acera para saludar a los padres que vigilaban con disimulo nuestra salida de la sesión de cuatro del Cine El Marino, hasta que tocaba la cocacola  antes de entrar en Number One el domingo por la tarde, había que ir al Isolino. Después hubo una época de abandono, porque siempre hay que rebelarse y renegar; todo el mundo anda Arredor de sí en algún momento, hasta volver de nuevo al amor de los churros o el bizcocho casero recién hecho que acompañan el café de media mañana.
El lunes nos toca practicar con la cafetera industrial. En mi vida he estado cerca de una. Aunque probablemente sí, ahora que lo pienso: mi abuelo tenía un café de barrio en Montevideo, del que he oído hablar miles de veces. Una de las historias que más me han contado tiene que ver con la cerveza, no con el café, así que la dejaré para otro día. El cafetín se llamaba El Charrúa, y en la vivienda aneja al bar me crié yo hasta los dos años. No guardo ningún recuerdo, evidentemente, salvo las historias familiares sobre mi abuelo, entre las que está la de los cuidados que dispensaba a la cafetera. Era una cafetera italiana de cobre y latón y mi abuelo se ocupaba a diario de limpiarla y pulirla como otros se ocuparían de su coche, y en Montevideo, por aquel entonces, abundaban los coches bien cuidados; coches antiguos, llamados "cachilas" que circulaban perfectamente a pesar de rozar la centena. Mi abuelo llegaba el primero al bar, después de asearse --lo que incluía afeitarse impecablemente-- para atender a los clientes tempraneros, que le llamaban siempre respetuosamente "don José" y tanto le consultaban casos de dinero (su caja estaba abierta al préstamo y servía de fiado a quien era merecedor de confianza) como buscaban consejo marital o de "laburo" . Mi abuelo, impecable como digo, vestía chaquetilla blanca e impoluta, como su pelo, prematuramente cano;  pero se tomaba, para empezar bien el día, su cafecito bien negro.

miércoles, 27 de enero de 2016

Seis copas de vino blanco

En las ferreterías y en los bazares hay de todo: más allá del cosito del coso, podemos comprar pequeñas maravillas sin gastarnos demasiado dinero, lo cual es no corta parte de su encanto. No conozco a nadie que no confiese --como si fuese algo vergonzoso-- que se ha pasado buenos ratos mirando el escaparate, tratando de averiguar para qué sirve esto o lo otro, o aprendiendo nombres y utilidades, gracias al afán pedagógico de ferreteros entrañables. Algunos cartelitos, hay que decirlo,  se parecen a las leyendas que Orbaneja pintaba en sus cuadros ("Este es gallo"), pero otros se agradecen por su hermosura caligráfica y su didactismo.
Mi ferretero favorito murió hace ya algunos años. El señor Xico escribía en un gallego con tintes arcaizantes --siempre tuve la curiosidad de saber de qué año podría ser el diccionario que sin duda consultaba, quizá un día hable con sus hijos de ello-- unos hermosos artículos sobre temas que a él le preocupaban: no recuerdo ninguno, pero no olvido su firma al pie de la página mecanografiada. Me tocaba de vez en cuando pasar por su establecimiento a recoger el artículo para llevarlo hasta la redacción de la revista con la que colaboraba, y me lo tendía con manos impecables, sacándolo del bolsillo lateral de su sobretodo azul. Muchas veces se empeñaba en leérmelo allí mismo, desde detrás del mostrador que le servía de púlpito. Si alguien entraba y le pedía algo que no tenía a mano o que no pensaba reponer, contestaba con la frase que lo hizo famoso en mi pueblo "-Morreu o fabricante" (se murió el fabricante). 
Ahora sigo mirando los escaparates de otra ferretería con mucho de bazar, la de  los hermanos Sefa y Raimundo, también antañona pero puesta al día, en la que ya hay menos tornillería que menaje. Allí vi por primera vez un enfriador de botellas, un sacacorchos de doble impulso --casi el único adecuado para un profesional-- o un recogegotas. A veces montan un escaparate temático y aparecen  los termómetros y densímetros, embalados en lujosas cajas de madera, pensadas para regalar a quien ya no se sabe qué regalarle.
También hay  decantadores y copas, copas enormes, inmensas y finísimas, con el borde pulido a diamante. Como es sabido, los franceses cuentan con copas adecuadas para cada gran denominación de origen, y los demás, obedientemente, llamamos copa de borgoña y copa de burdeos --¿quién usa ya la de coñá?-- a las que son adecuadas para los tintos, así como copa de chardoné y  copa de champán a las que convienen a los blancos y espumosos. A pesar de la aparente precisión en la nomenclatura, resulta dificilísimo calcular cuál es la cantidad adecuada de vino que se debe servir en esas copas. Como he dicho, son inmensas: en una copa cabría una botella completa;  setecientos cincuenta centímetros cúbicos de espacio para que el vino, cual genio que saliese a chorritos de su botella, pueda respirar a sus anchas.
Esta mañana me explicaban con paciencia cómo servirlo adecuadamente: con la etiqueta cara el comensal, la botella ligeramente inclinada, el cuerpo recto, alejado de la mesa para permitir la extensión del brazo y con un sutil pero firme giro final para evitar el goteo. Demasiadas cosas a la vez para una principiante.
De la botella deben salir --para que sea elegante sin dejar de ser rentable-- seis copas. Por mi parte, he llegado a la conclusión de que si quisiera acercarme a hacerlo con maestría debería practicar el servir de oído. Según la duración del chorrillo repiqueteando contra la pared de cristal, así sería la cantidad, porque a ojo de pésima cubera no di ni una: la primera fue demasiado generosa y la última fue tan solo un pingar ridículo. Por eso admiro a las personas que saben desempeñar sus oficios con la técnica precisa para cada proceso y a las que llaman a cada objeto y movimiento por su nombre. Saber cómo se llama "el cosito del coso" no es una cuestión de farde erudito, sino de curiosidad y  perfección técnica, esa que siempre ha estado ahí, aunque ahora le llamen "excelencia"
.

martes, 26 de enero de 2016

La mesa de los locos

Das Narrenschiff, La nave de los necios o Navis stultifera mortalium de Sebastian Brandt  es una obrita burlesca del siglo XV, considerada (en parte) un manual de los buenos modales en la mesa. Al menos de los buenos modales del siglo XV. De esta fuente bebió el Gargantúa y Pantagruel de Rabelais y nada nos cuesta suponer que de algo la conocería también Larra cuando critica la grosería del "castellano viejo" en sus artículos de El pobrecito hablador. 
El Bosco tiene su propia visión pictórica de la Nave de los necios, que se suele llamar "de los locos", en la que precisamente representa una mesa en la que unos se afanan por comer y otros por no dejar que coman,( no voy a entrar en mayores análisis, aunque por supuesto los hay). Como todavía estamos en el siglo XV, no supone mucho problema la colocación de cada cubierto en la mesa, puesto que cada uno porta el suyo, si lo tuviere, y como mucho habrá de cuidarse de no herir con su cuchillo desenvainado -summum de la finura-- al comensal vecino.
La cuestión de los cubiertos y su uso es y  ha sido objeto de discusión ardiente  y cuenta con manuales propios, en los que cada especialista vierte sus propuestas y recoge o refuta anteriores tradiciones. Lo de la discusión lo digo por propia experiencia, porque es un tema sobre el que he tenido más de una conversación, y os aseguro que el tono iba subiendo al tiempo que las posturas distaban de relajarse, lo cual es peligroso cuando se cuenta con cuchillos y tenedores tan a mano. Concretamente el cuchillo a la derecha y el tenedor a la izquierda, que quede claro.
Aunque cada restaurante y cada casa sigue su propia disciplina, en Europa se establecieron --a partir del XIX especialmente--  distintos tipos de servicio clásico: a la inglesa, en el que el anfitrión trincha y el camarero distribuye idénticas raciones; a la francesa, en el que cada comensal elige su ración (-¿Qué tomará el caballero? -Pechuga, gracias. -Umm (poniéndose colorada) aquí solemos llamarle "carne blanca"; la anécdota sigue, pero no viene a cuento, así que dejemos a Churchill con sus delicadezas); a la rusa, con la pieza entera presentada en gueridón (esa mesita auxiliar en la que se trincha con gran exhibición de habilidad) y más modernamente, a la americana (cada comensal recibe su ración que ya llega emplatada de cocina --el ritmo es mejor que lo marque la cocina; eso recomienda Sandra, la jefa de sala del Pandemonium y yo no puedo decir más que amén--) en la que, para llevar la contraria o para hacer la cosa más cómoda a todos --los norteamericanos, ya se sabe, tan pragmáticos-- se sirve por la izquierda, siempre que el amartelamiento de la pareja (acaban de conocerse,  se nota) o la trona del bebé (estos creo que no, pero nunca se sabe) no impida el paso natural. 
La colocación de los cubiertos al ritmo de llegada de cada plato, el marcado, es más propia de salas modernas, que, con acierto según mi criterio, no quieren apabullar a los comensales con elecciones difíciles, puesto que ya bastante difíciles son las elecciones últimamente.
¿Será ese el tenedor para el caviar o se tomará con cucharilla?, me preguntaba esta tarde ante la imagen de una mesa montada a la rusa, digna de los zares, sin duda, pero mareante de tanto cubierto y complemento: como no tengo pensado visitar a la nobleza de la Europa oriental, creo que puedo seguir viviendo sin saberlo, pero aún así, trataré de averiguarlo.
Aunque disfrute una mesa bien puesta, con su mantel recién --sí, he dicho recién-- planchado,  prefiero de vez en cuando disfrutar en una mesa de locos, con sus cubiertos algo descolocados o sin ellos si se tercia: ¡ay de esos que usan el cuchillo y el tenedor para TODO!, seguro que tienen su círculo del infierno, lleno de canapés por todas partes.



lunes, 25 de enero de 2016

Trescientas lampreas

En el río Baralla, a la altura de Castroforte, se dan bien las lampreas, al igual que en el Miño, donde está comenzando la temporada. De las pesqueras de Camiña empiezan a llegar las primeras piezas, que serán preparadas con vino tinto y el jugo delicioso de su sangre. Es la preparación tradicional, a la bordelesa. Pero la lamprea puede admitir otras hechuras que también le sientan a maravilla: en escabeche o à la Royale, macerada y desmigada sobre una brioche.
Lo que todavía no hay es lamprea ahumada del año, porque hasta que pasa al menos un mes desde que empiezan a prepararse, no están secas y listas para ser rehidratadas; pero la delicia merece la espera.
El resto del año podemos acercarnos a la lamprea en conserva. Trescientas lampreas se prepararon así hace ya unos años, y en Madrid Fusión, que estos días se cocina en la capital, seguro que aún lo recuerdan.Trescientas Lampetra fluviatilis:  me hubiera gustado verlas.  
Lampetra,  el nombre científico de la lamprea, nos dice "que lame la piedra", pero es, según se lee,  una hermosa y extraña etimología popular, puesto que deriva de *navpreda, un barquito pétreo que no sabía navegar, ya que la lamprea necesita sujetarse con el vórtice de dientecillos de su boca a otro pez que la lleve y la alimente y así, como un barquichuelo, debieron de verla los romanos que ya la pescaban en el Miño.
Al igual que la primera persona que decidió que una centolla era una exquisitez, o una forma sencilla de combatir el hambre --hay testimonios de que no hace tantos años esas arañas de mar tomaban el sol tranquilamente en las piedras de la playa--, la primera vez que alguien se preparó una lamprea también merece su reconocimiento. Había que probar. "Si no probamos nos estamos perdiendo cosas", como nos dijo esta mañana el chef Botana. Pues probaré con la cuchara lo que después contaré con la pluma.