viernes, 22 de julio de 2016

De laurel

Aunque todo el mundo los conoce ahora como "furanchos", por esta zona siempre les habíamos llamado "loureiros". El nombre es obvio: cuando hay excedente de vino nuevo en la casa se cuelga una rama de laurel (loureiro) en la puerta y los vecinos y visitantes quedan así avisados de que pueden entrar a comprar y degustar. Se ve que en cada zona se usa lo que se tiene, porque la costumbre romana era la de poner hiedra: --Vino vendibili suspensa hedera nihil opus-- y en otros lares, con ser ramo, quedaba claro que era taberna improvisada.
No lo sé, pero imagino, que la famosa calle Laurel de Logroño, la de las bodegas, algo tendrá que ver con esto, o no. El nomenclator es a veces caprichoso.
Normalmente se acompañaba el vino del loureiro con unas raciones de chorizos caseros, jamón, zorza o raxo, o en las zonas de costa con pescado variado (jurelitos fritos, xoubiñas... lo que hubiese quedado del quiñón del marinero) y productos de la huerta, que cada cual se llevaba de casa para pasar el trago.
Poco a poco se fueron especializando y no solo se servía bajo el emparrado el vino de la espita --aún hay  en algunos jarras blancas, que rematan el verano moradas-- sino que los de la propia bodega aportaban la comida, de elaboración casera. Dicen entonces que dejaban de ser "loureiros" para convertirse en "furanchos".
Si nos vamos al origen del nombre, un furancho es, segun el Don Eladio , una cueva alargada, un "furo"  o "furado" (huero, hueco, agujero), supongo que en relación con las bodegas excavadas, como las "caves" de otras lenguas, románicas o romanizadas. De ahí a la tabernucha de poca importancia, que es la otra acepción que recoge X. L. Franco Grande en su Dicionario galego-castelán del 1972, no va más que una sencilla metonimia.
En toda Galicia los encontramos, de tal manera extendidos y popularizados como casas de comida fuera de la ley que fue necesario (a instancias de hosteleros y restauradores) crear para esta figura una normativa especial (como la del aguardiente casero, de la que hablaré otro día, cuando vuelva el otoño).
No he visitado muchos, pero conozco alguno que otro y en uno de ellos nos tienen prometido un gallo de corral para ocho que está esperando la ocasión. No podrá dejar de entrar bien si no es acompañado antes de una ensalada de tomates de la casa, una fuente de pulpo y unas racioncitas (es eufemismo, por supuesto) de zorza. Para que no me tengáis envidia ni os perdáis cuando intentéis buscar un furancho, aquí os dejo esta página curiosa en la que los furancheiros modernos anuncian sus garitos: del laurel a la geolocalización.


http://defuranchos.com/gl/

lunes, 4 de julio de 2016

Vacaciones en casa


Antes se decía con sentido aquello de "hacer el agosto", porque era este el mes favorito para veranear --concepto que ya va quedando obsoleto--, al coincidir con el cierre institucional, y daba igual que viniese algún día malo, porque la gente se estaba aquí un mesecito o más y ya tenía sus chubasqueros, cuando no sus paraguas, y sus planes alternativos particulares (partidita de chinchón, tarde en los soportales de Combarro, de compras a las rebajas del Corte Inglés...).
"Cocina años setenta del blog unmundoenminiaturas.es "
Hace ya años que los "pupilos" no se pasan el verano entero --ya pocos el mes completo-- en pensiones o pisos de alquiler por habitaciones. El sistema que se usaba hasta no hace tanto, --heredero de las casas de huéspedes creadas en la entrada del pueblo para acoger a los bañistas que venían al balneario-- era tremendo; no sé si se seguirá dando todavía, pero espero que no: cada  familia  alojada (porque solían ser familias completas) hacía la compra y se le asignaba un estante en el frigorífico y un anaquel en la despensa. Mientras ellos se iban en coche o autobús de línea a A Lanzada o caminando hasta las playas del puente de A Toxa o Rons, la dueña de la casa o pensión, además de adecentar cuartos y dedicarse a lo suyo particular, tenía que hacer la comida para cada grupito. Si los de Madrid habían comprado merluza para rebozar, eso preparaba; si los de Palencia tenían unas chuletas de cerdo y una ensaladita, había que aprontarla; si los de Ourense querían arroz con pollo, pues eso se les tenía listo: tortillas, ensaladillas, guisos varios...daba igual. La señora de la casa, sola o con ayuda de la abuela que pelaba patatas y la niña que enharinaba el pescado o troceaba el pollo, debía dar el punto a cinco o siete platos distintos, arreglarse con las cantidades que le habían entregado y tenerlo calentito --en una fuente de metal sobre una olla con agua hirviendo, que no había microondas-- para cuando llegasen todos, cada uno a su hora.
Esa trabajina se pasaba a diario al menos durante dos o tres meses al año, lo cual no quiere decir, ni por asomo, que se descansase los otros nueve o diez; pero para muchas familias trabajadoras era la principal entrada de dinero, y para otras la que permitía dar estudios a los hijos o un alto a la casa, según sus prioridades.
Aunque el sistema rozaba el esclavismo, en realidad se fraguaban grandes amistades e incluso amores, (cuajó lo que parecía romance de verano entre la niña pinche de cocina --ya no tan niña-- y el chico de los de Palencia, que estudió para abogado y acabó poniendo despacho en Pontevedra).  Muchos primeros viajes a Madrid surgieron de esos pupilajes, para visitar a los señores que llevaban tantos años viniendo y que ahora, fíjate, nos invitan a la boda de su chica mediana, la menos feitiña pero más espabilada.
Esta es la parte buena; pero lo que no podemos olvidar, a pesar de este romanticismo que he metido a presión ahora al final,  es que la hostelería (aunque sea en un furancho, que es lo que va quedando de ese tipo de turismo de "ir a casa de alguien") es servicio y oficio, no se ejerce por solo amor al prójimo y merece respeto máximo, siempre que sea recíproco, ya que estamos esdrújulos.