Antes se decía con sentido aquello de "hacer el agosto", porque era este el mes favorito para veranear --concepto que ya va quedando obsoleto--, al coincidir con el cierre institucional, y daba igual que viniese algún día malo, porque la gente se estaba aquí un mesecito o más y ya tenía sus chubasqueros, cuando no sus paraguas, y sus planes alternativos particulares (partidita de chinchón, tarde en los soportales de Combarro, de compras a las rebajas del Corte Inglés...).
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Esa trabajina se pasaba a diario al menos durante dos o tres meses al año, lo cual no quiere decir, ni por asomo, que se descansase los otros nueve o diez; pero para muchas familias trabajadoras era la principal entrada de dinero, y para otras la que permitía dar estudios a los hijos o un alto a la casa, según sus prioridades.
Aunque el sistema rozaba el esclavismo, en realidad se fraguaban grandes amistades e incluso amores, (cuajó lo que parecía romance de verano entre la niña pinche de cocina --ya no tan niña-- y el chico de los de Palencia, que estudió para abogado y acabó poniendo despacho en Pontevedra). Muchos primeros viajes a Madrid surgieron de esos pupilajes, para visitar a los señores que llevaban tantos años viniendo y que ahora, fíjate, nos invitan a la boda de su chica mediana, la menos feitiña pero más espabilada.
Esta es la parte buena; pero lo que no podemos olvidar, a pesar de este romanticismo que he metido a presión ahora al final, es que la hostelería (aunque sea en un furancho, que es lo que va quedando de ese tipo de turismo de "ir a casa de alguien") es servicio y oficio, no se ejerce por solo amor al prójimo y merece respeto máximo, siempre que sea recíproco, ya que estamos esdrújulos.
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