miércoles, 27 de enero de 2016

Seis copas de vino blanco

En las ferreterías y en los bazares hay de todo: más allá del cosito del coso, podemos comprar pequeñas maravillas sin gastarnos demasiado dinero, lo cual es no corta parte de su encanto. No conozco a nadie que no confiese --como si fuese algo vergonzoso-- que se ha pasado buenos ratos mirando el escaparate, tratando de averiguar para qué sirve esto o lo otro, o aprendiendo nombres y utilidades, gracias al afán pedagógico de ferreteros entrañables. Algunos cartelitos, hay que decirlo,  se parecen a las leyendas que Orbaneja pintaba en sus cuadros ("Este es gallo"), pero otros se agradecen por su hermosura caligráfica y su didactismo.
Mi ferretero favorito murió hace ya algunos años. El señor Xico escribía en un gallego con tintes arcaizantes --siempre tuve la curiosidad de saber de qué año podría ser el diccionario que sin duda consultaba, quizá un día hable con sus hijos de ello-- unos hermosos artículos sobre temas que a él le preocupaban: no recuerdo ninguno, pero no olvido su firma al pie de la página mecanografiada. Me tocaba de vez en cuando pasar por su establecimiento a recoger el artículo para llevarlo hasta la redacción de la revista con la que colaboraba, y me lo tendía con manos impecables, sacándolo del bolsillo lateral de su sobretodo azul. Muchas veces se empeñaba en leérmelo allí mismo, desde detrás del mostrador que le servía de púlpito. Si alguien entraba y le pedía algo que no tenía a mano o que no pensaba reponer, contestaba con la frase que lo hizo famoso en mi pueblo "-Morreu o fabricante" (se murió el fabricante). 
Ahora sigo mirando los escaparates de otra ferretería con mucho de bazar, la de  los hermanos Sefa y Raimundo, también antañona pero puesta al día, en la que ya hay menos tornillería que menaje. Allí vi por primera vez un enfriador de botellas, un sacacorchos de doble impulso --casi el único adecuado para un profesional-- o un recogegotas. A veces montan un escaparate temático y aparecen  los termómetros y densímetros, embalados en lujosas cajas de madera, pensadas para regalar a quien ya no se sabe qué regalarle.
También hay  decantadores y copas, copas enormes, inmensas y finísimas, con el borde pulido a diamante. Como es sabido, los franceses cuentan con copas adecuadas para cada gran denominación de origen, y los demás, obedientemente, llamamos copa de borgoña y copa de burdeos --¿quién usa ya la de coñá?-- a las que son adecuadas para los tintos, así como copa de chardoné y  copa de champán a las que convienen a los blancos y espumosos. A pesar de la aparente precisión en la nomenclatura, resulta dificilísimo calcular cuál es la cantidad adecuada de vino que se debe servir en esas copas. Como he dicho, son inmensas: en una copa cabría una botella completa;  setecientos cincuenta centímetros cúbicos de espacio para que el vino, cual genio que saliese a chorritos de su botella, pueda respirar a sus anchas.
Esta mañana me explicaban con paciencia cómo servirlo adecuadamente: con la etiqueta cara el comensal, la botella ligeramente inclinada, el cuerpo recto, alejado de la mesa para permitir la extensión del brazo y con un sutil pero firme giro final para evitar el goteo. Demasiadas cosas a la vez para una principiante.
De la botella deben salir --para que sea elegante sin dejar de ser rentable-- seis copas. Por mi parte, he llegado a la conclusión de que si quisiera acercarme a hacerlo con maestría debería practicar el servir de oído. Según la duración del chorrillo repiqueteando contra la pared de cristal, así sería la cantidad, porque a ojo de pésima cubera no di ni una: la primera fue demasiado generosa y la última fue tan solo un pingar ridículo. Por eso admiro a las personas que saben desempeñar sus oficios con la técnica precisa para cada proceso y a las que llaman a cada objeto y movimiento por su nombre. Saber cómo se llama "el cosito del coso" no es una cuestión de farde erudito, sino de curiosidad y  perfección técnica, esa que siempre ha estado ahí, aunque ahora le llamen "excelencia"
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