viernes, 29 de enero de 2016

Blanco y negro

Variedades de café hay muchas, y desde que George Clooney anuncia cosas de esas de hacer café en casa, más todavía: del expresso al ristretto van 8 mililitros de diferencia, pero hay quien los considera imprescindibles, así que no se lo discutamos.
Como mi referente para el buen café no son los italianos ni George Clooney sino los portugueses, diré que cuando paso la frontera me tomo un "pingo" pero no doçe, sino sin azúcar.  Para el  "pingo" o cortado, según las zonas geográficas es mejor especificar si se quiere leche con poco café (un breve) o café con poca leche (un macchiato).
En otras latitudes nos sugieren delicias propias, como por ejemplo el café vienés,  rematado con crema espolvoreada a veces con cacao y canela, pero que no es capuchino, porque este se prepara con leche batida hasta hacer espuma. Dejemos a los austríacos y a los italianos pelearse como buenos vecinos y vayamos algo más lejos: dicen que el café árabe se prepara con azafrán, agua de rosas y cardamomo, acompañado de dátiles para compensar su amargor. Nunca lo he probado, pero no me importaría.
Algunos cafés no tienen mucha fortuna entre nosotros, pero otros suenan a clásico, incluso ya un poco trasnochado, como el café irlandés,  que además de ser el título de compromiso de la  película de Stefen Frears  The snapper, es café con güisqui y nata: café, postre y chupito todo en uno. Recuerdo que hace muchos años era elegantísimo irse al Bar Inglés del Gran Hotel de La Toja a tomarse un café irlandés. Todo quedaba entre isleños.
Dentro de los propios del país, el café solo con aguardiente se da en llamar "café con gotas", pero no suele salir en los manuales del buen barista, aunque sí en aquellos papeles en que Valle-Inclán sacaba sus primeros textos. Lo que no admite discusión es en el carajillo: brandy quemado con azúcar y café solo. Pero hay que  hacerlo bien, dejando caer el café con lentitud sobre la cucharilla para que se formen esas capas bien delimitadas, como de ámbar y ébano. Y saborearlo, eso sí que es un arte, reposando la comida, como hace mi amigo Pep, cuyas son las fotos que ilustran hoy estas notas, en la terraza del bar de su prima o en la del Casino, que Casino todavía hay en algunos pueblos hidalgos en los que no solamente hay cafeterías.
Hoy, durante la clase de la mañana,  nos estuvimos dando un paseo virtual por las cafeterías --que ya no casinos ni cafés, como digo-- de la comarca; las de sólida tradición y  las más modernas y resultonas. Por supuesto, no podía faltar mi cafetería de cabecera, que lo es de muchos grovenses: desde que tomábamos el aperitivo del domingo con nuestros padres (aunque otros días tocaba ir al Lusán, o con el abuelo Pepe al Bar Joaquín), pasando por la época en la que cruzábamos de acera para saludar a los padres que vigilaban con disimulo nuestra salida de la sesión de cuatro del Cine El Marino, hasta que tocaba la cocacola  antes de entrar en Number One el domingo por la tarde, había que ir al Isolino. Después hubo una época de abandono, porque siempre hay que rebelarse y renegar; todo el mundo anda Arredor de sí en algún momento, hasta volver de nuevo al amor de los churros o el bizcocho casero recién hecho que acompañan el café de media mañana.
El lunes nos toca practicar con la cafetera industrial. En mi vida he estado cerca de una. Aunque probablemente sí, ahora que lo pienso: mi abuelo tenía un café de barrio en Montevideo, del que he oído hablar miles de veces. Una de las historias que más me han contado tiene que ver con la cerveza, no con el café, así que la dejaré para otro día. El cafetín se llamaba El Charrúa, y en la vivienda aneja al bar me crié yo hasta los dos años. No guardo ningún recuerdo, evidentemente, salvo las historias familiares sobre mi abuelo, entre las que está la de los cuidados que dispensaba a la cafetera. Era una cafetera italiana de cobre y latón y mi abuelo se ocupaba a diario de limpiarla y pulirla como otros se ocuparían de su coche, y en Montevideo, por aquel entonces, abundaban los coches bien cuidados; coches antiguos, llamados "cachilas" que circulaban perfectamente a pesar de rozar la centena. Mi abuelo llegaba el primero al bar, después de asearse --lo que incluía afeitarse impecablemente-- para atender a los clientes tempraneros, que le llamaban siempre respetuosamente "don José" y tanto le consultaban casos de dinero (su caja estaba abierta al préstamo y servía de fiado a quien era merecedor de confianza) como buscaban consejo marital o de "laburo" . Mi abuelo, impecable como digo, vestía chaquetilla blanca e impoluta, como su pelo, prematuramente cano;  pero se tomaba, para empezar bien el día, su cafecito bien negro.

1 comentario:

  1. Mañana, cuando me tome mi carajillito, lo haré releyendo esto y a tu salud.

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