lunes, 18 de abril de 2016

Panem nostrum quotidianum


No, tampoco toca hoy hablar de pan, por muy sumamente importante que sea para nosotros, sino de letras, que para algunos son alimento también:
Mary Frances Kennedy Fisher --ahora está más o menos de moda porque han reeditado sus mejores obras en un solo volumen, "El arte de comer"-- escribió Cómo cocinar un lobo para paliar con recetas sucedáneas e imaginativas la dureza de la escasez; pero en realidad  sospecho que lo escribió para poder hablar de la alegría de comer a pesar de todo.  La autora gozó de cierta popularidad en su momento,  siempre aplacada por su condición de escritora de género menor. Algunos críticos están de acuerdo (a buenas horas) en que su calidad literaria es incluso mayor que su aportación culinaria.
Esta condición no es extraña a muchos de los libros llamados "de cocina":  desde el brillante Brillat-Savarin y su "Fisiología del gusto" que no hago más que citar (dime de qué presumes y te diré de lo que careces, ya me lo digo yo sola), hasta los clásicos "Picadillo" y "A cociña galega", de mis dos paisanos Manuel Puga y Parga y Álvaro Cunqueiro, respectivamente. Tengo pendiente la lectura de los libros de cocina moderna y antigua de Emilia Pardo Bazán, "La casa de Lúculo", de Julio Camba y  "Comer en Galicia", de Jorge-Víctor Sueiro, por citar solo los de gallegos famosos.
No me llama la atención, a pesar del título de este cuaderno, eso de rebuscar entre la Literatura (así con mayúsculas) para encontrar recetas dadas por detectives panzudos mientras resuelven un crimen como quien no quiere la cosa, ni me parece que sea  especialmente atractivo ni revelador (que me perdonen los cervantistas gastrónomos) acudir a una comida elaborada según las propuestas que se encuentran en "El Quijote".
La comida aparece en las obras liteararias porque los personajes la cultivan, la cazan, la compran, la hacen, la necesitan,  la disfrutan,  la sufren,  la rechazan, o la vomitan. La comida es parte de la vida y la literatura la refleja. A veces lo hace desde la más cruda ausencia (recuerdo a Lázaro de Tormes y me apetecen uvas, aparece don Pablos y los mendrugos se vuelven manjares), otras desde la opulencia obscena ("pantagruélico" no es un adjetivo casual, ya sabemos), algunas desde la ingenuidad del querer ofrecerse en ella (Babette nos lo enseñó). Pero siempre --me resisto al casi, aunque si pensase o leyese más quizá encontraría más de un ejemplo en contra-- lo hace acompañada de alegría, de esa pequeña felicidad de tener lo más importante, el pan nuestro de cada día.

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