lunes, 23 de mayo de 2016

Bildungsroman exprés


Teníamos en el piso estudiantil de turno una salita interior con un tresillo encajonado. El tresillo, una mesa de centro de aquellas de formica que imitaba mármol negro y una especie de estantillo de mimbre con un radiocasete estéreo, nuestro único lujo. Huelga decir que no teníamos tele, así que si queríamos ir a ver la reposición de "Retorno a Brideshead" (y todas queríamos verla) o "Twin Peaks" teníamos que ir a un bar, o a casa de unos amigos y asaltar su salita.
Nuestra salita, interior, como he dicho, estaba separada de la habitación siguiente por un panel corredizo de polipiel rojo sangre y la tapicería de los sillones era también roja y negra, en damero. Tenía su propia banda sonora, grabada en casettes de Radio 3, lucía en las paredes pósters de las obras de teatro de Chévere, sobre la mesa ceniceros a rebosar, cafeteras italianas a pares, café servido en tazas de arcopal, gente sentada en los reposabrazos y conversaciones absolutamente entreveradas acerca de cualquier cosa que pasase en aquel momento o que hubiésemos pillado al vuelo en una clase de lingüística o literatura (recuerdo una discusión absurda entre un amigo de biología y una compañera de hispánicas sobre teorías de Benedetto Croce, pero no tengo ni idea de cuál era el tema en realidad). 
Siempre había una guitarra a medio afinar y siempre había alguien afinándola. Cantábamos canciones de Silvio Rodríguez si quien tocaba sabía lo suficiente o de Christina Rosenvinge si nos daba la gana. Incluso llegamos a inventarnos un par de canciones. El título de una de ellas era "Sicilia, 1929", en homenaje a "Las chicas de oro" . De vez en cuando la canto en la ducha. Por nuestra salita pasaban los que volvían del turno de mañana, llegaban los que se iban al turno de tarde y los íntimos llamaban a la puerta a cualquier hora, porque en los pisos de estudiantes no hay momentos intempestivos. Tenía yo entonces un pijama favorito, blanco con grandes topos verdes y no fueron pocas las veces que llegó alguien cuando ya lo tenía puesto. Si la visita era algo más formal de lo esperado me ponía encima una sudadera enorme y esperaba que pasara por un chándal raro. Y si no, me daba exactamente igual, que para eso estaba en mi casa.Allí dormían a veces amigos de paso, novios de hermanas de amigas, amigas de hermanas de novios y cualquiera de quien tuviésemos una lejana referencia, pero referencia al fin, porque aunque parezca mentira, aquel sofá encajonado se convertía en cama, de manera que la salita entera se volvía cama también. Y desayunábamos a veces con desconocidos que se convertían en amigos, especialmente si bajaban al súper a por croissants. 
Vivir en un piso de estudiantes te enseñaba muchísimo sobre economía doméstica, organización de las tareas, estrategias de convivencia, límites, tolerancia, respeto, que raritos somos todos y que hoy por ti y mañana por mí. Era mucho, mucho mejor que Gran Hermano, aunque también, como en los realitys, te podía tocar gente outsider a la que es mejor ya ni nombrar. Allá ella, con su saco de patatas debajo de la cama y sus sartenes en el armario. Y no, no me estoy inventando nada.Tengo algunas fotos, no muchas, de esa época, en la que iba a la facultad con una carpeta forrada de cuadros escoceses rojos y llena de fotos de Bono el de U2, junto a Andy Warhol, David Bowie, Woody Allen, Humpfrey Bogart y La familia Monster (esta última regalo de mi hermana pequeña). El aspecto que llevaba --llevábamos-- a clase era una mezcla infame de jerseys calcetados por mi abuela y pañoletas palestinas compradas en los "jipis" de la Rúa Nova. Era un tiempo de indefiniciones y de descubrimientos, de sentirte de vuelta de todo sin haber llegado todavía a nada, pero éramos jóvenes y nada indocumentados (carné de identidad, carné de estudiante, carné de la piscina, bono del tren, bonobús...); pero teníamos derecho a sentirnos inventores de cada estupidez que decíamos. Y decíamos unas cuantas, sin que pasase nada. Era como sentirse experimentadora con gaseosa. Una buena práctica para la vida real.
No echo nada de menos esa época, porque por suerte conservo lo mejor de ella: las personas que valían la pena, aún con nuestras trayectorias tan ajenas hoy por hoy, y muchísimos aprendizajes parciales que todavía son válidos. No es que lo de menos fuera estudiar, de hecho me arrepiento de no haber aprovechado mejor el tiempo de las clases; pero había tantas cosas fuera que la facultad más bien parecía un complemento a la ciudad y a la vida, al teatro, a los maratones de cine, a los conciertos, a los pubs de la zona vieja, a los congresos, al chocolate con nata del Metate, a las reuniones de la ong, a los bailes hasta las tantas en la discoteca Black, a la música setentera del Route 66, a los martes de bailes de salón en el Araguaney, las quedadas de clase en la Rúa da Raíña, a las charlas en Los porches (nuestra otra "salita", un café cercano a la facultad vieja), a los paseos-desfile por el pasillo de la biblioteca de Historia, a las actividades de los CAF, al grupo de teatro en el que no actuaba pero iba a ver ensayar, a las campanas de la catedral paseando con amigos que no pasaron de amigos, a las "cantareas" usando los contenedores de basura como percusión... (pobres vecinos). Todo eso configuró para mí una época de aprendizaje, mi propio e incompleto Bildungsroman.

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