domingo, 1 de mayo de 2016

Herencia familiar

Aunque en casa de mis padres siempre ha habido libros de recetas,  casi nunca he visto a mi madre seguirlas al pie de la letra, salvo si se trata de la del budín inglés de Postres Royal. Ese recetario, fotocopiado de un folleto publicitario de los polvos de hornear, pasará de generación en generación, y cuando me toque a mí ser la que hace los budines de Navidad, sabré que pertenezco a la generación de mayores. Llegará, y será duro, pero también bonito.
Aunque la receta no es original, es algo que he visto elaborar desde niña. Aún ahora, cuando mi madre los amasa,  pocos días antes de las fiestas, me transporto a la infancia, cuando lo único que nos dejaba hacer era cascar nueces y enharinar las frutas glaseadas para que no se fuesen al fondo (sencillo y efectivo truco). En eso se suele aplicar ahora mi padre, y cuando bajo a su casa con cualquier excusa, ya me encuentro todo si no hecho, encaminado.
También la recuerdo la tarde entera removiendo aquel alto hervidor de aluminio para preparar el dulce de leche. Eso ha dejado de hacerlo, porque la hemos convencido de que a ninguno nos conviene semejante delicia, ¡ay!
En honor a la verdad, mi madre es la que sigue haciendo prácticamente todo cuando tenemos comidas familiares. Aún con su dolor de articulaciones, es incapaz de pedir ayuda para estas cosas, y para mí, reconozco, es difícil ofrecerme --si acaso me "permite" preparar una ensalada-- porque, o bien se adelanta mi hermano, que es el que tiene mejor mano de los tres, con ella y con la cocina, o bien, con mi vital parsimonia, (comparada con su acelerado tempo personal) la desespero.
Sigo, pues, poniendo la mesa, llevando y trayendo cosas y pidiéndole --a ella le sale mejor que a nadie que conozca-- que me prepare pizza para los cumpleaños de las niñas.
No es que yo no sepa o no quiera guisar cuando comemos todos juntos. Desde luego que no lo hago como mi madre: habilidad y práctica obligan, pero cocino otros platos a mi manera y me alegro muchísimo cuando a ellos les gusta alguna de mis preparaciones. Poco a poco voy ganando algún terreno, con la excusa de darles a probar alguna cosilla nueva. Siempre están dispuestos, así que lo tengo fácil. Cuando en mi pueblo no se había oído hablar de la tarta de espinacas, del pastel de carne,  la pasta frola, la polenta, los gnocchi o la pizza, nosotros los comíamos con gusto desde siempre, así que no van a negarse a probar nada que les propongamos mis hermanos y yo.
Confío en que mis hijas, con sus pequeñas reticencias la una, y con su ilusión por las novedades la otra, también tengan en su corazón las recetas de mamá. Porque todo el mundo sabe que la mejor comida del mundo es la que mamá prepara.



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