lunes, 17 de abril de 2017

Mis magdalenas (humildísimo homenaje a Lucia Berlin)







Olfato y mi barrio:
a) Ya no recuerdo si por la Semana Santa pasada había escrito sobre las roscas o no, pero de cualquier manera, éstas serán solamente parte de lo que quiero aquí desplegar. No podría empezar por otro aroma más dulce que el de la masa de rosca creciendo y dorándose en el horno de nuestros vecinos, Carducho y Pituca. Los días anteriores a Pascua eran una locura de docenas y docenas de huevos cascados, de botellas de anís vaciadas, de paquetes y paquetes de levadura "L'hirondelle", y los brazos rápidos de los panaderos estirando y trenzando rosca tras rosca, mientras los niños del vecindario, aturdidos por el aroma del anís y de la masa leudante, corríamos un poco por aquí y por allá, más molestando que ayudando. Toda la sonriente familia de los dos anfitriones tenía tarea y acudía a ayudar, pero recuerdo con gran dulzura a las señoras, especialmente las que ya no están: Pituca, Maruja y Saladina. Ellas estaban en todas partes a la vez, y al mismo tiempo daban la impresión de no tener ninguna prisa --atendían a la clientela que venía a por el pan al obrador, se preocupaban de envolver las roscas encargadas, preparaban y servían las comidas y las cenas que se hacían por turnos y a matacaballo...
-¿Me das una bolla de moño?
-Coge ahí --decía Pituca señalando un cestón-- ya me lo pagarás, que ya ves como andamos estos días...
-Dice mamá que si está lista la encarga.
-¿Cómo no había de esta, "miña" reina? ¡Carduchiño, dale una rosca de dos quilos!
Y así durante días, aunque especialmente el sábado santo y el propio domingo de Pascua, cuando se terminaba el trajín de puertas afuera. Aquel olor y esas prisas alegres ya no las he vuelto a ver, al menos en mi barrio.

b)Lo que sigo viendo, o mejor dicho oliendo puntualmente, envuelto en la humedad fría de noviembre, es el fortísimo vaho del alcohol que desprende el orujo: ya está el alquitarero en la casa del cura. Solo una vez al año se permite destilar, y solamente en un lugar, por el que pasa el bagazo de toda la villa. No es que destaquemos por el vino local, pero todavía mucha gente tiene uva catalana (sí, catalano-galaica,  aquí nos hablan de ella: uva país) y alguna que otra cepa de albariño hay también, así que el buen señor --porque es un señor, de los que mi hermana llama "señoriño"-- se pasa una semanita al calor de la lumbre, en el garaje del cura, donde está la alquitara (medio viva). Uno de esos días, por mediación de mi padre, que se lo consultó a Don Antonio, fuimos a ver el alambique, más grande y aparatoso de lo que yo imaginaba,  descansando sobre un trébede a butano. Esta modernidad favorece la regulación de la llama, que antes se hacía a base de sarmientos. No lloremos por ello, hay mejoras que son salud.
-¿Qué tal se da el trabajo?, ¿viene gente?
- Bueno, ya no hay tanta viña, pero de esto vivo. (Vemos que hay un catre y después nos cuenta mi padre que no para de trabajar noche y día, para que las jornadas le salgan más a cuenta)

-¿Y va saliendo bueno?
-¿Quieren la prueba? (Que no se diga que no somos gallegos).
- ¡Está fuertecita!
- Pseé.
En mi vida había olido (beber ni se me ocurrió) algo tan fuerte, pero hay que reconocer que los famosos aromas del vino (que si afrutado, que si resinoso, que si seco...) se percibían completos, tras el susto inicial del alcohol.

Gusto y el mundo entero:
Jengibre es Alemania, café Delta es Portugal, café Lavazza es Italia, café con leche es la estación de autobuses donde paré, una vez que vi la Torre Eiffel desde una colina de París. Y ya está. Se me acabó el mundo.
Pero las alcachofas me saben a claustro de monasterio, los champiñones crudos a riachuelo pedregoso, las fanecas a verano, el dulce de leche a Navidades y los guisantes frescos, si los encontrara, me sabrían a las tardes de fin de curso en que acompañaba a mi abuela al terrenito en Os Pardiños.
Los guisantes servían de límite entre las distintas tiras de tierra. Estaban dulces y fresquitos y entre ellos encontrábamos con facilidad "xoaniñas", mariquitas. Nos sentábamos (alguna niña más y yo) en una "laxe" (laja, gran piedra plana), caliente y algo rasposa y jugábamos a pasarlas de un dedo a otro.
Desde allí se veía el mar. Mi abuela trabajaba con un pañuelo en la cabeza, pero con los brazos y las piernas al sol, blanca como era. Hablaba con las vecinas y a veces me prestaba un sachiño (azadita), pero enseguida me lo quitaba.
-¡No hagas así, que me deshaces las patatas, ahora solo sirven para la resiembra!

Entonces yo robaba algunos guisantes, los más pequeñitos, y volvía a la "laxe".
- Xoaniña de "Dios", cóntame os dedos e vaite p'ra "Dios".

Tacto y casas:
a)La tía Maruja --personaje encajable en cualquier mitología familiar, de no ser porque la recuerdo perfectamente y me consta que compartimos genes-- tenía un tejón disecado en la entrada de su casa, bajo una mesa maciza y ante un bargueño decorado con taraceas y algún que otro relieve. De dónde salió el tejón, ni idea, pero estoy segura de que la tía Maruja sabía cómo conseguirlo, puesto que fui testigo de la caza de una gaviota argéntea que acabó, debidamente rellenada de estopa, sobre la chimenea de la casa de O Carreiro.
El tejón era mi fijación cuando llegábamos de visita. Mientras la tía preparaba el café en la cocina me escabullía a la entrada y acariciaba al tejón. Primero con algo de reparo, pero después a contrapelo, para comprobar cómo recuperaba su posición al soltarlo.
-¡Ven a tomar un café con leche!, decía mi madre.
-¡No andes por el suelo, nena!, decía mi tía.
Y había que volver a la cocina, donde me sentaba ahí abajo, en una de aquellas resbaladizas butacas frailunas de cuero negro, toqueteando uno de los remaches de bronce, fríos y suaves.

b) La madre de mi amiga B. tiene una figura de Lladró de las únicas que me han gustado nunca:  la serie de gres. Aunque me mates ahora (y mira que he ido veces a su casa), no sé si es la chica con la oveja o la pareja de esquimales. Lo que sí recuerdo perfectamente es el tacto: hay un contraste entre las zonas esmaltadas y las zonas en las que el gres no brilla, las que representan la piel. El esmalte es satinado, fresco, no frío, y tiene algún relieve; la piel es algo áspera, no tanto como el barro cocido, pero sí porosa y poco resbaladiza.
Cuando íbamos a jugar juntas y tenía que esperarla un momento, me paraba junto al teléfono y acariciaba la figura, despacito, con cuidado, casi disimuladamente.
-¿Quieres el bocadillo de chorizón o de jamón york? (No se podía salir de la casa de B. sin merendar. La máquina de cortar fiambre y la panera estaban en la despensa, y era visita obligada).
Cuando ya no jugábamos, íbamos a escuchar música juntas en el magnífico equipo HiFi de su padre. Mientras ella recogía los discos y lo dejaba todo en orden,  yo volvía a situarme al lado de la figura para poder notar el contraste entre los dos tactos de la porcelana.
-Tomade cartos e comprade cadanseu cruasán na de Campaña. (El bocata de chorizo Revilla ya no era obligatorio, pero no se podía consentir que no comiésemos nada. Lo recuerdo también porque fue la primera vez que escuché a alguien usar con corrección el distributivo "cadanseu". Una belleza.).

Oído y trabajo:
 a)Cuando se murió mi abuela Manuela vino por el velatorio Maruxa "a Soca", q.e.p.d.también
-No te voy a cobrar --dijo a mi madre-- porque ella era muy buena persona.
Es probable que se lo dijese a todo el mundo, esperando así una propina mayor (el márquetin, ya se sabe, tiene estos intríngulis), pero también puede que fuese cierto, porque entre otras cosas y a pesar de su genio, mi abuela no permitía que se usasen los motes, "as chatas", si consideraba que eran peyorativos.
-Id a comprar el pan de maíz a la tienda de mi amiga Regina, podías oírle decir, aunque todos sabíamos que la tienda era conocida por otro nombre menos regio.
El trabajo de Maruxa era por aquel entonces el de campanera ocasional. Supongo que se lo permitían por caridad, pero sabía tocar a difuntos (toque de mujer, de hombre, de angelito al cielo).
Las campanas aún suenan de vez en cuando, pero solo a gloria y a difunto "genérico", sin florituras; una vez el domingo a misa y es todo. Se ve que los vecinos del barrio de O Sineiro protestaron. Ya es ironía, puesto que ese barrio lleva el nombre del oficio: "o sineiro", "el campanero".

b)La sirena de la fábrica de conservas sonaba dos veces al día. Yo me asomaba al balconcito del cuarto de mis padres y veía pasar las hordas ciclistas. Todas las mujeres y muchos de los hombres acudían al trabajo en bicicleta.  Lo que hoy es un aparcamiento para vehículos era entonces un solar. No hacía falta tanto espacio porque las bicis se aparcaban sobre su pata de cabra o se apoyaban en el lateral de la fábrica.
Mi padre, que no trabajaba en esa fábrica, también iba a la oficina en bicicleta, una BH blanca y como él muchas personas, las "colareiras" a la isla de A Toxa, las "regateiras" a por el pescado...
No sé qué año dejó de sonar la sirena de la fábrica. Supongo que ya hace bastante tiempo, pero de vez en cuando tengo alucinaciones auditivas y la escucho, o escucho, si la nortada la trae, la sirena de algún barco llegando a puerto y esa cháchara con acento locutoril que sueltan los guías de los barcos de pasaje. Aunque ninguno como aquel que rodeaba la isla:
-Estamos pasando por la playa del campo de golf, que antes era muy frecuentada por bañistas, pero ahora, pelota va, pelota viene...
Hacía la pausa pertinente para las risas y continuaba:
-Vamos a pasar bajo el puente, por favor bajen la cabeza, que la última vez, unos señores de Madrid casi se van sin ella. 
Y así todo lo que contaba y fabulaba. Ahora los discursos son más sosos, más informativos y más pensados para que cuando los señores "de Madrid" lleguen a sus pueblos digan que se lo pasaron muy bien en los barcos y se pusieron morados a vino y mejillones. Todo es trabajo.

Vista y perspectiva:
No veo el mar a diario; casi, pero no todos los días. Vivimos en una zona baja y aunque me consta que los vecinos de los pisos más altos no tienen que esforzarse por alcanzar el mar con los ojos, desde aquí es imposible.
La primera vez que fui a Castilla, creo que con unos once años, me parecía que detrás de cualquier otero iba a aparecer la playa. Influye mucho que era verano y los campos segados me recordaban a la zona dunar que antecede a A Lanzada, la playa por antonomasia.
Pasamos la noche en Toledo, toda piedra y callejuelas. Yo me preguntaba cómo podían saber cuál era el norte y cuál el sur sin ver el mar, y de hecho casi sin ver el sol. Apenas se veía el cielo y me iba quedando bizca de tanto mirar puertas, fachadas y  portadas sin más distancia que la de unos pasos en los que te topabas con la pared de enfrente.
Había muchos turistas -- nosotros unos más-- comprando falso damasquinado y mazapanes fuera de época. Había tanta gente que no podía ver a ninguna persona.
Cuando ya iba anocheciendo y nos acercábamos al hotel,  en una plazoleta, lo más amplio que nos encontramos en el paseo, saludé a una niña que venía de frente. Ella me miró extrañada y no me devolvió el saludo.
-¡No se saluda a la gente que no se conoce! Dijo mi madre entre risas, al ver mi cara de espanto.
Era la primera vez que escuchaba esa orden contradictoria. En el pueblo se saludaba a todo el mundo, porque las señoras, si no las saludaba primero, soltaban un "buenas tardes" con retintín que dejaba claro que eras una maleducada.Cuestión de perspectiva.

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